Caricatura publicada en El Financiero
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Primeras horas del domingo (1 de julio) día de elecciones, Tato debe ir a trabajar para completar su renta mensual y conseguir manutención mínima de los tres integrantes de su familia.
Cada vez le resulta más difícil sobrevivir en la metrópoli (de 24 millones), a pesar de trabajar desde su adolescencia, incluso al inició por la mitad de un salario mínimo (1981) haciendo tortas, tacos y jugos. Posteriormente impulsado por la crisis y devaluación de Zedillo emigró a Chicago (EEUU), allí palpó en carne propia la discriminación y racismo. Terminó por volverse a trabajar a ciudad de México en múltiples oficios (vendedor de libros, músico callejero, asistente de producción, capacitador, etc).
Pero por distintos avatares siempre perteneció a ese 55 por ciento marginal, sin vivienda propia, sin seguro social, sin transporte privado, sin empleo fijo, sin vacación. También fue víctima de la violencia e impunidad (perdió a un hermano en un asalto). A pesar de las adversidades, Tato nunca se desanimó, ni dejó de trabajar, sobre todo en el centro histórico –a la vez- fue testigo de la intensa actividad política de la capital que generalmente tenía su culminación en el Zócalo.
Así vivió el cardenismo de 1988, los iracundos reclamos del fraude electoral (Salinas de Gortari), el Zapatismo de 1994 (expresión de indigenismo del EZLN), los huelguistas universitarios de la UNAM, la lucha contra el desafuero, las protestas por las elecciones 2006 y 2012.
Otros conflictos sociales extremos, los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, enfrentamientos y heridos en un intento de incendiar la puerta del Palacio, en fin. Un estado de ánimo social que se fue en picada por excesos y resultados devastadores del neoliberalismo, hasta hacer catarsis ese domingo a medianoche.
Vivía por el norte de la ciudad (cerca del Estado) y a las 9 a.m. fue a ejercer su voto en una cercana escuela primaria, luego irían sus familiares. Al medio día tocó turno a su padre y madre (ambos octogenarios) acompañados de sus hermanas. Todos habían definido desde antes su voto, a pesar de la desconfianza y enojo. Como nunca antes, la coincidencia de ir a las casillas, fue espontánea. Largas filas, convicción y esperanza se respiraba en los previos. Así transcurrió ese domingo cívico.
Cuando en la noche terminó su jornada laboral se trasladó a visitar a un familiar en una colonia cercana al centro histórico y a través del radio escuchó que había ganado López Obrador, se llamaba a una concentración en la Plaza de la Constitución. Tenía sentimientos encontrados, era cerca de medianoche pero quiso ser testigo de la historia, y se fue al zócalo en metro. No le impactó la pletórica concurrencia, pero sí la catarsis y llanto de algunos asistentes, la alegría desbordante y el discurso del futuro presidente.
El virtual ganador en su alocución agradeció y explicó nuevamente su ideario político, todo era júbilo y Tato se dejó llevar por esos oleajes de plenitud democrática, por ese clímax de energía en rostros y vivas. Realmente pensó nunca viviría tal experiencia.
Una participación de casi 65 por ciento de votantes había materializado al “Tsunami” López Obrador, con tal fuerza (53 por ciento) que -literal- aplastó políticamente al indolente sistema de partidos. Volvió a recordar lo que tuvo que pasar para ser testigo presencial del momento más relevante de la historia contemporánea.
Conmovido, se dejó apapachar por la esperanza que estaba viviendo, se sintió parte de ese maremágnum social donde también habían participado los suyos. Al regresar a su vivienda, se tomó un par de cervezas y brindó por esos momentos.
Sí, hasta aquí valió la pena -se repetía- Estaba amaneciendo…
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