Mientras otros seguían condenando el totalitarismo, él daba a los nuevos públicos las transgresoras posverdades que querían oír
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Una cosa se le ha de reconocer a Slavoj Zizek (crítico esloveno): ha comprendido perfectamente el funcionamiento del “capitalismo cultural” de nuestra época. Sabe que la autoridad que ayer hacía respetable al intelectual en el espacio público, que se basaba en el reconocimiento científico, filosófico o artístico de su obra por parte de sus pares, ha desaparecido porque justamente esas instituciones legitimadoras están en trance de demolición. Podría haber escrito novelas o haber hecho películas para llegar a las masas, pero sabe que también el cine y la literatura han perdido sus condiciones de influencia social. Podría haberse unido a un partido político, pero se dio cuenta de que se trataba de otra institución obsoleta.
Y vio con claridad que, entre las ruinas de esa demolición, se erguía un dispositivo —ese que conocemos como “redes sociales”— que podía prosperar en las nuevas condiciones de miseria cultural porque reproducía espléndidamente la dinámica del mercado del siglo XXI: un movimiento frenético y peristáltico que funciona mediante colapsos y contracciones, que destruye cualquier continuidad y que carece de finalidades, pero que puede producir grandes corrientes colectivas, aunque sean efímeras, inestables y contradictorias, a golpe de escándalo cibernético.
En estas nuevas condiciones, un intelectual que se rebele contra esta situación y se empeñe en seguir escribiendo libros o un político que intente defender la democracia social de derecho tienen tan poco glamur y suenan tan anticuados como un periodista que se obstine en seguir difundiendo información en lugar de plegarse al sensacionalismo. Claro que de todo esto también nos hemos dado cuenta los demás. Pero, en lugar de sublevarse contra ello, él ha sido más atrevido y se ha adaptado al entorno. Se percató de que sus “intervenciones” tenían mucho más éxito, y se convertían en virales, si decía cosas como que el problema de Hitler y de los jemeres rojos es que no fueron lo suficientemente violentos, si se declaraba partidario de votar a Trump o si sostenía que el asesinato de masas es un soberbio ejercicio hermenéutico. Y eso es lo que hizo: construyó una “filosofía” que es como una cinta sin fin de tuits embutidos en la metafísica de Hegel y sabiamente aderezados con consignas comunistas, chistes, escenas de películas y herméticos apotegmas lacanianos.
Mientras otros seguían condenando el totalitarismo, apoyaban a Clinton o censuraban el Gulag (y, claro está, quedaban fatal, como retrógrados trasnochados), él daba a los nuevos públicos las transgresoras posverdades que querían oír. Por eso les gusta tanto a los revolucionarios nostálgicos y a ese tipo de comisarios de arte contemporáneo que no saben ya qué hacer para conseguir un escándalo que les mantenga en el candelero. Con la ventaja de que, a diferencia de lo que les pasaba a Stalin o a Pol Pot, a él toda esta demagogia autoritaria le sale gratis, puesto que no persigue más objetivo que causar una turbulencia contagiosa que se agota en su propia agitación.
Visto con los viejos estándares, siempre habrá quien diga, como Chomsky, que “no hay nada de teoría en todo este rollo”, que no supera lo que puede explicarse en cinco minutos a un niño de doce años, que no hace más que repetir unas consignas esencialmente vacías, como sugería John Gray, o que su éxito no es más sorprendente que los de Trump y todos sus ahijados populistas. Sí, sólo son fantasmas, pero vamos a necesitar mucha ilustración para convencer de eso a todos los que se han decidido por la irresponsabilidad de creer en ellos. Y eso mismo —reanimar las estructuras institucionales de la ilustración— es lo que tratan de impedir a toda costa, porque viven únicamente de su denostación.
FUENTE: http://elpais.com/elpais/2017/06/30/opinion/1498835332_476491.html?id_externo_rsoc=FB_CC
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