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Ciudad de México. El 11 de mayo de 2012, Enrique Peña Nieto, el joven gobernador del Estado de México y candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional, fue a la Universidad Iberoamericana, una institución de élite, para conversar con los estudiantes.
Para la elección del 1 de julio de ese año, Peña Nieto, que encabezaba las encuestas, se disponía a recuperar fácilmente una presidencia que su partido no había ocupado por 12 años después de haber gobernado México durante 71 años consecutivos. Peña Nieto y sus asesores no habían aceptado invitaciones para hablar en la UNAM, la enorme universidad pública en Ciudad de México con una larga historia de protesta y agitación política de izquierda, pero seguramente decidieron que no corrían riesgos si iban a “La Ibero” privada, católica y jesuita, conocida por educar a los hijos de personas adineradas, el tipo de escuela a la que Peña Nieto enviaría a su propia hija adolescente si ella pudiera cumplir con los estándares de admisión.
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Sin importar cuáles fueran las preferencias políticas de esos estudiantes, Peña Nieto y su gente esperaban una recepción amable en la que los estudiantes aplaudieran en el momento adecuado, hicieran preguntas serias y bien intencionadas que el candidato —tan ensayado— sabría cómo responder, y que aparecieran videos del evento en los programas nocturnos de noticias de la monolítica televisora Televisa, que respaldaba al candidato del PRI por encima de los candidatos de los partidos rivales, el conservador PAN y el partido de izquierda PRD. Peña Nieto se presentaba, y lo vendían a México y el mundo, como miembro de “un Nuevo PRI”, uno moderno, activamente respetuoso de la democracia y el Estado de derecho, un partido que rechazaba el autoritarismo corrupto y a menudo violento que lo había caracterizarlo durante sus muchas décadas en el poder.
Ese 11 de mayo, que se conoció como el “viernes negro”, casi salvó a México.
Ese día, los estudiantes de La Ibero no querían escuchar sobre aquellas reformas neoliberales que el candidato siempre pregonaba. Querían hablar de San Salvador Atenco, un pueblo en el Estado de México donde, en 2006, como gobernador, Peña Nieto había enviado a 3500 miembros de la policía estatal para acabar con los disturbios surgidos cuando 200 policías antidisturbios desalojaron de sus puestos a 40 vendedores de flores asociados con una organización campesina de defensa de la tierra.
Dos jóvenes fueron asesinados: un policía le disparó a corta distancia a un niño de catorce años y la policía apaleó a un universitario hasta matarlo. Cientos fueron arrestados y se informó que decenas de mujeres fueron atacadas sexualmente por la policía; violaron a algunas de ellas en repetidas ocasiones. Entre esas mujeres había observadoras de derechos humanos y estudiantes extranjeras que fueron deportadas para evitar que hablaran. El gobierno de Peña Nieto las tachó de mentirosas y las procesaron en vez por diversos delitos.
“Atenco no se olvida”, gritaron los estudiantes dentro y fuera del auditorio en La Ibero. Exigieron respuestas por parte del candidato, quien exasperado —¿qué tenía que ver eso con el “Nuevo PRI” y sus reformas?— finalmente respondió: “Fue una acción determinada, que asumo personalmente, para restablecer el orden y la paz en el legítimo derecho que tiene el Estado mexicano de hacer uso de la fuerza pública”.
Los estudiantes contestaron con gritos de “asesino” y “¡fuera!”. Peña Nieto respondió con una mirada impávida antes de que su equipo de seguridad y asesores lo sacaran del escenario. Sus portavoces y simpatizantes afirmaron en Televisa esa noche que los manifestantes no eran estudiantes, sino agitadores profesionales infiltrados por el candidato de la izquierda. En respuesta, un estudiante grabó un video, que desde luego se hizo viral, en el que 131 estudiantes de La Ibero mostraban sus identificaciones de la universidad y afirmaban haber participado en la protesta.
Después 150 universidades mexicanas crearon grupos que se unieron al movimiento y pronto, sobre todo en Ciudad de México, parecía que todos, no solo los universitarios, querían convertirse en el estudiante 132. En una serie de manifestaciones, cientos de miles salieron a las calles para protestar contra la candidatura de Enrique Peña Nieto, el regreso del PRI y la complicidad antidemocrática de los principales medios, en especial Televisa. #YoSoy132 gritaba a México y al mundo que la presidencia de Peña Nieto sería un desastre para México y pondría su democracia en aprietos. Al final, no fue suficiente, aunque el movimiento ayudó a hacer que la elección fuera una controvertida contienda.
He estado pensando mucho en eso después del sustancial reportaje de The New York Times en torno al gobierno mexicano y su aparente compra y uso de spyware altamente sofisticado para celular —vendido y autorizado para uso exclusivo contra terroristas y organizaciones criminales— contra periodistas, activistas de derechos humanos y abogados, así como otros ciudadanos que el gobierno percibe como adversarios, incluyendo un hombre que redactó y promovió una legislación anticorrupción. El diario enfatizó que este es el suceso más reciente de una larga serie de actos criminales, corrupción y negligencia oficial por parte del gobierno que se han revelado durante la presidencia de Peña Nieto.
El periódico recordó cómo Peña Nieto había llegado al puesto en 2012 “con la promesa de poner en lo alto a México en el mundo” y ofrecer “la esperanza de que la democracia del país había triunfado”. La mayoría de los medios más establecidos e influyentes de Estados Unidos, incluso The New York Times, publicaron muchos artículos positivos al respecto mientras que los periodistas que cuestionaron ese optimismo fueron ignorados o ridiculizados.
Pero la pregunta que me persigue y que me parece pertinente plantear no solo con respecto a México, sino en general, es ¿por qué las reformas proempresariales —como la privatización del petróleo o la promulgación de lo que resultó ser una modesta reforma a la industria de las telecomunicaciones— son interpretadas por tantas personas como algo que promete valores democráticos modernos y el respeto por el Estado de derecho? ¿Por qué, en contraste, el historial de un candidato que había violado los derechos humanos así como la seguridad y la dignidad individuales, sobre todo en cuanto a las mujeres, no se interpreta como una advertencia de valores antidemocráticos y un incumplimiento del Estado de derecho?
Desde luego, #YoSoy132 gritó esa advertencia al mundo. No necesitaron el programa espía Pegasus para ver la relevancia de Atenco. Ahora, este se ha convertido en un tema de interés para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha tomado el caso de 11 de las mujeres que fueron torturadas sexualmente y violadas por la policía después de sus arrestos en Atenco y ha ordenado una investigación en torno a los crímenes en la cadena de mando hasta llegar a los principales responsables, es decir, el presidente Enrique Peña Nieto.
Aquí en México, que se ha convertido en uno de los lugares más peligrosos del mundo para los periodistas, las revelaciones acerca de que el gobierno utiliza el programa espía Pegasus para infiltrar celulares no fueron sorprendentes. Tanto periodistas mexicanos como extranjeros suponen desde hace tiempo que sus comunicaciones en celulares, correo electrónico y redes sociales no son seguras. No solo el gobierno federal es responsable del ciberespionaje, de acuerdo con el periodista Diego Osorno. “Hay gobernantes —pequeños virreyes— que tienen sus propias unidades”, me dijo, “las cuales utilizan para espiar las vidas privadas de sus oponentes y críticos. Tengo la impresión de que el espionaje oficial, como muchos otros problemas, ya está fuera de control en México”.
Para mí, la cita más reveladora en el artículo de The New York Times del lunes fue la de Luis Fernando García, el dirigente de un grupo digital, quien dijo que: “El hecho de que el gobierno esté usando vigilancia de alta tecnología en contra de defensores de derechos humanos y periodistas que exponen la corrupción, en lugar de contra los responsables de estos abusos, dice mucho de para quién trabaja el gobierno”.
¿Para quién trabaja el gobierno? En el caso de los 43 estudiantes desaparecidos, México ha sido testigo de todo lo que el gobierno está dispuesto a hacer para cubrir la relación entre un cartel de la droga y el Estado, incluso al ignorar evidencia en video, que fue presentada al mundo por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, de su principal investigador plantando evidencia falsa.
¿Acaso en México el crimen organizado y el gobierno son uno mismo, o por lo menos en muchos casos? ¿Cómo puede ser que en México, como dijo el periodista John Gibler hace poco, “sea infinitamente más peligroso informar sobre un asesinato que cometerlo”? La prueba más reciente de eso fue el asesinato de Javier Valdez, uno de los periodistas más admirados de México, mentor y amigo de otros más jóvenes como Gibler. Esa es otra pregunta que me acecha. ¿Acaso pudieron utilizar Pegasus para rastrear a Valdez hasta el lugar donde lo asesinaron? ¿Podría utilizarse de la misma manera para acabar con otro periodista? Y, de ser así, ¿quién lo haría, exactamente, y quién lo investigaría?
FUENTE: https://www.nytimes.com/es/2017/06/21/pena-nieto-y-pegasus-goldman/?mc=adglobal&mcid=facebook&mccr=ES&subid=MC18&subid1=TAFI
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(*) Francisco Goldman, periodista y novelista, es autor de “El Circuito Interior: Crónica de la Ciudad de México”.