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La Paz (12/09/23). Te quiero, Bolivia, aunque no seas el mejor país del mundo. Ni de Sudamérica. Ni lo vayas a ser. Te amo, tal vez, aunque quizás es muy pronto para decírtelo. Te odio, a veces, cuando me repugna tu violencia cotidiana. Quizás el amor es así, un vaivén confuso. El que aprendí en tus calles polvorientas, que han sido mi escuela.
Siempre he creído que los regionalismos o nacionalismos son tontos, propios de gente a la que le gusta cubrirse los ojos o precisa de esa incierta autoayuda para afrontar el día a día. Nadie es mejor que nadie por haber nacido en un lugar determinado o tener un color de piel distinto o hablar con cierto acento o por saber más cosas que otros. Quien lo crea es peor que un tonto, un enfermo. Lo cierto es que nadie elige dónde nacer, el azar es nuestra verdadera patria, pero el azar no tiene banderas de colores bonitos ni canciones pegajosas que lo identifiquen. Del azar no se acuerda nadie.
Siempre he desconfiado de esa gente que no canta el himno en el estadio. A los únicos que he visto que hacen eso ha sido a cierta agrupación de cristianos, de esos que dicen que dios es su única patria (tantos de ellos, no todos, claro, tan hipócritas, maltratadores de niños y malas personas) y a cierta especie de aliado progresista, de esos que se esfuerzan demasiado por caerle bien a todo el mundo intelectual (el nuevo cristianismo, debe ser. ¡Miren qué buenas gentes somos!, parecen decir a cada rato y uno desconfía, por supuesto; quien tanto se esfuerza, algo esconde).
Canto el himno porque me recuerda a la escuelita Chasquipampa (La Paz), donde terminé de aprender a leer, y a mi colegio Barrientos, donde aprendí la fuerza de la amistad, y a la cancha de tierra de Cota Cota, donde aprendí, pateando una pelota pesada, que en la vida se festeja menos de lo que se cae al suelo, pero que el juego sí vale la pena, y, en el triunfo, hasta las heridas en las rodillas son dulces. Es una linda canción, además, quizás con una letra anticuada que, actualizada, debería incluir algo de autocrítica para que no andemos repitiendo nuestros errores históricos, como es tradición.
Hay una canción que siempre que la escucho me conmueve tanto que escapa una lágrima de mis ojos. Es, quizás, mi verdadero himno nacional: Mamita, de K’alamarka. ¡Qué canción más hermosa! Siempre que la escucho pienso en mi abuelita, allá en el campo, viviendo todas esas historias que siempre me cuenta.
No entiendo por qué en Argentina, por ejemplo (también lo he escuchado en Chile), se usa la palabra que define a los que nacimos en estas tierras por azar, “boliviano”, como un insulto. Entiendo qué lo motiva, claro, el racismo: hay tantos bolivianos que consideran esa palabra, “boliviano”, como un insulto también y están desesperados por escapar de este país a toda costa. Y, si no pueden hacerlo, nada como ser doble camiseta y dar vergüenza ajena en TV mientras un periodista extranjero te pregunta que quién quieres que gane esta tarde y dices que la Argentina, por supuesto. ¡Pero tú eres boliviano!, se sorprende el entrevistador. Qué se le va a hacer, es cierto que uno no elige dónde nacer, pero para todo hay una solución. Amigo, ya lo dijeron Los prisioneros, de Chile: ¿Por qué no te vas del país?
Es comprensible. Cómo no admirar a lo mejor que tiene la Argentina. A aquellos que no ven en el “boliviano” un insulto que camina y conversan contigo como se hace con otro ser humano, son gente increíble. Cómo ganaron el último campeonato mundial, una belleza, para qué, casi tan lindo como en el ’86. Imposible no querer a Messi, un crack. O respetar a Scaloni, un caballero, no lo veo haciendo lo que Pasarella con Julio Cruz para intentar cerrar nuestro estadio. Incluso estuve en el Obelisco de Buenos Aires siendo partícipe de esa alegría (no con la camiseta albiceleste, claro; no me pongo ninguna otra camiseta de un país sudamericano que la Verde ni para jugar un picadito). Cómo no admirar su literatura o su música. Cómo no envidiar esos lectores ávidos de libros que vi allá, en sus librerías. Pero pienso que no deberíamos arrodillarnos ante ellos, sino aprender lo bueno. En fin.
Espero que nuestros tan maltratados jugadores hoy puedan ganarle a los campeones del mundo. (Alguien dígale a los periodistas argentinos que en el mundo existe la altura y que un campeón del mundo lo es en cualquier parte del mundo, sí, así, repitan mundo todas las veces que puedan, a llorar a la llorería, es de equipos pequeños eso de echarle la culpa de una derrota a algo más allá de tus propios errores, que luego de que Bolivia le ganara por 6 a 1 a la Argentina vino Venezuela y nos ganó en La Paz por 1 a 0).
Quisiera que Martins y Abrego anoten los goles. Y que ese sea el signo de que, esta vez sí, algo bueno pueda suceder. Tal vez el fútbol, en el gran orden de las cosas, sea algo ínfimo, pero es una gran metáfora de nuestra existencia que, quizás, en el gran orden del universo, sea ínfima también y por eso nos guste tanto correr detrás de una pelota.
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(*) Escritor y periodista (1986 La Paz/Bolivia) Urquiola Flores publicó las novelas Lluvia de piedra (2011; Mención de Honor en el Premio Nacional de Novela, en 2010), El sonido de la muralla (2015, Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, en 2014, y Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor, en 2016) y Reconstrucción (2019; Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, en 2018), los libros de cuentos Eva y los espejos (2008) y La memoria invertebrada (2016), además de las obras de teatro El bloqueo (2015), El retorno (2015) y La serpiente (2018), entre otros. Actualmente es uno de los autores bolivianos más premiados a lo largo de su corta pero fructífera carrera. Algunos cuentos suyos han sido traducidos a otros idiomas (quechua, portugués, bengalí y alemán).
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