Conocí a Rodrigo Urquiola el año pasado, cuando se encontraba en tránsito (Aeropuerto Benito Juárez, Cd.Mex.) rumbo a Chihuahua a recibir el premio de literatura “Carlos Montemayor” por su libro “El sonido de la muralla”. De inmediato Rodrigo y yo nos identificamos, Urquiola talentoso y prolífico escritor pertenece a una pléyade de jóvenes valores que considero deben ser apoyados por políticas públicas culturales en Bolivia. Desde un primer momento me interesó su visión y los temas que aborda. Comparto en esta ocasión un texto de su autoría. (FCF)
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Durante la Feria del Libro de La Paz del año pasado (2013) me sucedió algo que en un principio me avergonzó, que luego me fastidió y que ahora simplemente me provoca risa. Esa risa que provoca ver un payaso en decadencia que no ha tenido el suficiente dinero para comprarse el maquillaje ni otros instrumentos propios de su oficio y al que vemos hacer malabares con objetos invisibles. Una risa que no dura mucho, en todo caso. Una risa triste.
Esto es lo que sucedió. Para los que no me conocen (quienes, por supuesto, son una gran mayoría) decir que escribí (y publiqué) un par de libros y tengo una obra de teatro y algunos cuentos y ensayos regados por ahí. Por tanto y ante todo, soy un lector. Y a mí, como lector que soy, me gusta mucho tener mis libros autografiados por el autor que los concibió. Dadas estas circunstancias, no dudé, apenas me enteré de que cierta autora (quisiera decir su nombre pero mejor no; no es que quiera ocultarlo y, si terminan de leer esto, se darán cuenta de ello, sin embargo, puede que haya muchos autores que piensen como ella, así que el anonimato hará extensible al individuo sin necesidad de mucho esfuerzo) estaría en la Feria presentando una nueva edición de un célebre libro que yo había leído en mis épocas de colegial y que todavía considero una de las mejores novelas bolivianas que leí, no dudé, digo, de tomar la edición que tenía en mi Biblioteca (déjenme poner esta bella palabra con mayúsculas, por favor, es el mayor tesoro material que poseo) y esperar a que acabara la correspondiente presentación para formar en la fila de lectores que querían un autógrafo. Cuando llegó mi turno, ella tomó mi libro, lo hojeó y dibujando una mueca casi de asco, me dijo: “yo nunca he publicado en este tipo de papel”. “Ah”, dije yo, que, despistado como soy, todavía no me daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Y ella, por supuesto, entendió que yo no entendía y añadió, con la mueca ahora sí de auténtico asco: “este es un libro pirata”. Y, como yo no me movía de ahí, continuó: “yo no te firmo nada”. Recién entonces comprendí el hecho criminal del que se me culpaba. Así que, asediado por la mirada de elegantes damas y caballeros que estaban detrás de mí agarrando la nueva edición original del libro (aparte de costosa, feísima por cierto, y no digo esto solo porque me hubieran negado un autógrafo si no porque es la verdad), guardé mi libro pirata en el bolsillo y me retiré (así es que también perdí la copa de vino gratuito que suelen repartir en las presentaciones).
Luego sentí fastidio. Y le conté al maestro Adolfo Cárdenas (su libro Periférica Blvd. es uno de los libros más pirateados en nuestro país) lo que sucedió. Y él me dijo, luego de haberle preguntado si firmaría un libro pirata: “¿acaso el lector tiene la culpa?”. Entonces, palabras más palabras menos, el fastidio fue convirtiéndose en risa. Y es en nombre de esa risa que escribo estas notas.
Ahora voy a explicar cómo fue que pasé del fastidio a la risa. Y, para eso, me remontaré a mis orígenes como lector. O, mejor dicho, como comprador de libros. A lo largo de mi vida he trabajado en muchos lugares y haciendo distintas cosas. He sido embolsador en los dos principales supermercados de la ciudad (por favor nunca se olviden de darle una moneda de propina al jovenzuelo que embolsa sus compras, es el único sueldo que reciben, muchos ayudan a mantener a sus familias numerosas, y puede que alguno de ellos sea un lector), he trabajado un par de días –¡no pude aguantar más!– en un restaurante de gyros por el elegantísimo barrio de San Miguel (amigos mozos y cocineros, por favor escupan en la comida de cualquier cliente que los mandonee o trate mal, se siente muy bien), he vendido revistas y material indebido en colegio, he trabajado en un laboratorio químico, un día aguanté como empleado de una empresa de limpieza, ahora trabajo en una chocolatería, y, entre otras cosas, también he sido librero. O sea, sobre todo cuando estaba en colegio, nunca tuve mucho dinero para gastar en libros “originales”. Así que, cuando la necesidad de leer es grande, se lee lo que se puede leer. Por eso, los primeros libros que llegaron a mis manos han sido piratas y, si no, usados. Recuerdo, sobre todo, con especial cariño, tres libros gigantes que pude comprar gracias a la piratería: Cien años de soledad, El lobo estepario y El extranjero. Auténticas obras maestras. Libros que me han enseñado bastante. Y, sumando el costo de los tres, no me costó, en aquella época, más de veintitrés bolivianos. Un monto que sí podía pagar. Y retrocediendo al tiempo en el que compré esa obra de la autora que me negó el autógrafo, debo decir que, tristemente, ese título no te lo pedían en colegio o, mejor dicho, en colegio fiscal, que es de donde yo vengo. Lo compré por curiosidad, porque sabía que se había hecho una película de ese libro y porque había ganado el Premio Erich Guttentag y yo solo quería saber por qué se había hecho la película y qué significaba el premio Guttentag. (¿Recuerdan ese epígrafe: “No leer lo que Bolivia produce es ignorar lo que Bolivia es”?). Y, ahora volviendo a lo que decía, si yo he sido educado, en buena medida, por libros piratas, ¿cómo podría no estar agradecido con la piratería?
Alguna vez le dije al maestro Ramón Rocha Monroy (cuyos libros El run run de la calavera y Potosí 1600 han sido pirateados hasta la saciedad) que, a mi simple entender, que te pirateen es algo tan magnífico como ganar el Premio Nacional. Es un premio que te da algo que el dinero no podrá darte (claro, si no eres un autor de librillos de autoayuda). Yo todavía no he recibido ese premio. Pero, cuando lo reciba, si es que llego a recibirlo, no negaré una sencilla firma a alguien que puede que sea como he sido yo: un estudiante de colegio fiscal, embolsador o vendedor. ¿Qué culpa tiene el lector de querer leer? Y, ahora, justo ahora, se me da por recordar a mis amigos de la escuela de fútbol que dirigía el gran profe Marconi en la cancha de tierra de Cota Cota, el sueño que teníamos de alguna vez jugar en la liga profesional (a la que ninguno de nosotros llegaría), no tanto por la “fama” (¿qué es esa vaina?), pero, sobre todo, por jugar sobre una cancha de césped y, mejor todavía, que te pagaran por hacer lo que te gusta. Todos éramos hijos de madres solteras, de albañiles, de mecánicos, de minibuseros, de empleadas domésticas. Y, ahora, de alguna manera, a mí se me ha dado la oportunidad de jugar sobre una cancha de césped, una cancha de césped en el espectro de la literatura nacional (¿o estoy siendo excesivamente optimista y son de tierra estas canchas?): ¿con qué cara podría negarle una firma a alguien como yo?
Claro, podemos decir que la piratería daña el negocio editorial local. Pero, en mi experiencia como librero, sé que hay muchas personas que, cuando les ha gustado un libro que han leído en la versión pirata, van a buscarlo en la versión original o, si no, buscan otros títulos del autor o, sucede, de la editorial.
Tampoco creo que la piratería dañe a los autores de alguna manera. (Cuando empecé a conocer a los autores en persona, a eso de mis dieciséis años, pensaba que todos eran hijos de políticos high life que, aparte de escribir, no sabían hacer otra cosa que charlar sonrientemente con señoras encopetadas mientras sostenían, con el meñique levantado, cualquier copa de vino). (Por fortuna estaba equivocado, no todos son así). Los derechos de autor que he venido recibiendo por mi novela Lluvia de piedra, que salió en la editorial Alfaguara, apenas ascienden al 10%, de lo que hay que quitarle el 12.5% de impuestos; en otras palabras, un promedio, digamos, de como 3 luquitas de ganancia para el autor por libro “original” vendido: un chiste, eso no te alcanza ni para diez panes en la tienda de la esquina (ahora que la Random House ha comprado Alfaguara en verdad no sé qué sucederá con esos menos de diez panes). No sé si autores nacionales de renombre tengan otros tratos con las demás editoriales, pero dudo mucho que lectores piratas les causen daño alguno.
Y, volviendo al caso de la autora que me negó el autógrafo (¿será la fama, esa vaina, la que te metamorfosea?), (¿existen escritores bolivianos verdaderamente “famosos” más allá de las ferias del libro?) quisiera decir que yo no esperaba que me lo negara sobre todo por el “asunto” o “los asuntos” en los que discurre su escritura. La novela en cuestión es, precisamente, una novela que habla de ricos y pobres, de patrones y vasallos, de revoluciones, de liberación, de lucha por la democracia. (Al final ningún libro es culpable de la mente que los ha parido). ¿Cómo puede explicarse una actitud tan “aburguesada”, tan de “patrón”? (¿O es que uno es nomás lo que es a pesar de todo lo que parece mostrar cuando escribe?). En fin.
Por todo esto, ahora, quisiera pedirle a los queridos escritores de mi tierra que no seamos imbéciles (no seamos payasos desnudos), ¿de qué nos sirve la soberbia?, no debemos olvidar nunca que Bolivia es un país de obreros, un país donde no todos tienen la suerte de tener familiares políticos o empresarios, un país donde no se debe despreciar a ningún lector porque cada lector nuevo, sobre todo si viene de la gran masa, del pueblo (sí, he usado ese cliché), es un lector que se ha ganado, de alguna azarosa manera, muy sacrificadamente. Hay que hacerle un altar a ese lector. (No importa si lee libros piratas, importa que lea, eso es lo que quiero decir), (¡!).
Y es por eso la risa triste que no dura mucho tiempo: por ver un payaso desnudo que hace malabares con objetos invisibles a nosotros, los lectores.
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FUENTE: http://rodrigourquiolaflores.blogspot.mx/2015/10/gracias-pirateria.html?m=1