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No soñamos un país. Apenas, miramos las gallinas comiendo en el patio mientras las horas se hacían más cortas y olvidábamos el río, los juegos, las calles sombreadas por los mangos que se estiraban de una puerta a otra. No sabíamos qué era la patria. Las historias que los profesores nos contaban estaban lejos en la geografía y en el tiempo. El camión llegaba con el arroz, el trigo y otras cosas que llenaban el almacén en la esquina de la plaza. De quilo en quilo íbamos realizando los mandatos para nuestras madres que cocinaban llenando mágicamente las ollas y satisfaciendo nuestras barrigas. Era un tiempo sin tiempo que no lo definíamos en nuestra inocencia y no sabíamos que un día acabaría como acababa la música de la caja de música de la hermana mayor. Pensábamos que el río de nuestro pueblo seguiría dándonos pescados, la luna y las estrellas seguirían iluminando nuestras noches y que, la lluvia y el sol siempre nos traerían los frutos de algún árbol. No sabíamos de pecados.
Un día dejamos de ser nosotros para ser yo y el otro. Entonces, creo que probé el fruto del árbol del olvido y viajé a otras latitudes, lejos del patio de la casa, de la ventana por donde miraba en los días de lluvia y de la olla de mi madre. Conocí el tren que me llevo lejos de mi pueblo. Abandoné mi calle. Vi las carreteras que pasaban por pueblos con sus chimeneas humeantes sin ríos, en lugares secos y fríos donde las cometas no coqueteaban con el cielo. Después, el polvo se quedó atrás dando paso al asfalto y a las torres de cemento. Ya no jugué. Y descubrí otras plazas, otros almacenes y otras esquinas con bares, meretrices y pecados.
Conocí las desigualdades. Entonces, aprendí a soñar un país donde todos seríamos felices. Mi sueño me llevó al exilio. Empuñé un fusil y oculté un poema en el bolsillo. Al mismo tiempo en que conocí el amor, después otro amor y muchos amores… Bajé al fondo en el pozo de Dante donde el tiempo se extendía y en medio a las visiones confusas yo buscaba, en la noche, las llaves perdidas en el pasto crecido del verano. Era un pecador y poco me importaba.
En invierno trataba de satisfacer la barriga con vino. Volvía a casa y estaba una mujer y dos hijos a mi espera. Los hijos me abrazaban. La mujer me regañaba. Yo pensaba que amaba el cotidiano y la rutina a lado de mi familia. La vida seguía. Ya no soñaba nada. De vez en cuando colocaba la mano en el bolsillo y encontraba un poema era una especie de salvación, porque en el fondo no era la vida que yo quería.
El espejo ya no devolvía la imagen del niño, ni del joven, ni del hombre maduro, cuando descubrí el amor verdadero. El amor que remueve las entrañas. El amor que sueña una piel. El amor que roba la vida y quiere que sea eterna para poder amar. Hice un manojo de mi propia vida, apreté bien y coloqué en el bolsillo con los poemas. Quise huir. Empezar todo otra vez. Ser feliz en lo que me quedaba de los años. Descubrí los barrotes que me sujetaban. La rutina mediocre. La mujer triste con sus dientes amarillos implorando con una sonrisa triste, para que me quede más una noche al lado de su cuerpo obeso. Añoré volver a la orilla del río para empezar todo otra vez. Mientras huya la luz retiré los poemas del bolsillo. Eran versos que hablaban de oración, piel, templo, cuerpo. Versos para la mujer amada que jamás tocaré su piel. No tocarla es mi mayor pecado. “Estos son todos mis pecados”.
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