“Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar.” Friedrich Nietzsche
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Cada mes uno o dos primos cumplían años, entonces, todos nos reuníamos en la casa de la abuela. Solo el hecho de que éramos todos, significa que la algazara era inmensa: la música, la risa, las conversaciones interrumpidas por los chistes, los besos de llegada y los abrazos de despedida. Yo siempre fui silenciosa y observaba sonriente el movimiento espectacular, en la casa de la abuela ya que todos eran inquietos, expresivos y risueños.
Fueron los días alegres, cuando pudimos jugar con los pies descalzos en el jardín, bajo las lluvias de verano y mojar la cabeza y la ropa durante toda la mañana, envueltos en la magia del momento. Recuerdo el vestidito amarillo tejido a crochet por la abuela, todo mojado por la lluvia.
Los sabores eran más acentuados, seguramente, por algún secreto mágico de la abuela, porque en su casa hasta el pan comprado de la panadería de la esquina sabía mejor.
Las lluvias frías de mayo, obligaban a todos a quedarse en la sala y las conversaciones esquivaban las noticias, driblaban los problemas y desconocían la maldad. Nunca fue necesario pedir perdón, porque jamás hubo heridas. Eran tiempos de sueños y promesas que señalaban el mañana como algo bueno, donde el éxito estaba garantizado y las frustraciones no tendrían morada.
En noviembre los helados de fruta y la certeza de que el sol nunca más iba a ponerse y que los recuerdos de aquellos días se quedarían intactos, para siempre. También los afectos…
Nadie vivía allí, pero todos, de alguna manera, crecimos allí. Pues, allí aprendimos a caminar o fue en un fin de semana que pasamos en la casa de la abuela que cayó el primer diente de leche. También fue el lugar donde nos olvidamos el abrigo o la mochila con las lecciones incompletas que deberíamos presentar el día lunes.
Crecer, tiene tantas facetas y nunca supe porque a mí me dolía. Todos aprendieron a vivir y crecer era otra parte de la fiesta de la vida. Pero, para mí era un intríngulis, difícil de asimilar y siempre tuve “un no sé qué”, que no permitía que me divirtiera como todos. Entonces, mientras todos bailaban yo observaba, mientras todos hablaban modismos yo sonreía, con una sonrisa tonta y mi manera tímida de ser. Tal vez, por eso, todos me llamaban por el diminutivo de mi nombre con un cariño pleno; para siempre.
La navidad era una especie de festejo más ruidoso que los otros días, tal vez, porque sabíamos quién era él que estaba disfrazado de Papá Noel o tal vez, porque diciembre, siempre palpita en otro tono, porque está envuelto en luces artificiales, papel de regalo y suena a villancicos.
No sabíamos que el destino estaba hilando la vida y las cosas que nunca hablábamos o que esquivábamos, poco a poco, marcarían surcos en la faz de todos.
En un día del mes de febrero nos reunimos y, todos imitaron mi silencio habitual en el velorio de la abuela…
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(*) Licenciada en Filosofía, gestora cultural, escritora, poeta y crítica literaria. Columnista en la Revista Inmediaciones (La Paz, Bolivia) y en periodismo binacional Exilio, México.
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