“La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida” Cesare Pavese
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Es verdad que no hay que cansarse de pedir a los escritores claridad, sencillez y solicitud ante las masas que no escriben, pero a veces también llegamos a dudar de que todos sepan leer. Leer es muy fácil, dicen aquellos que en virtud de su largo trato con los libros han perdido el respeto a la palabra escrita; pero aquel que más que con libros trata con hombres y cosas, y sale cada mañana para regresar por la noche encallecido, cuando se le presenta la ocasión de enfrascarse en una página advierte que tiene ante sí algo ingrato y raro, algo evanescente y al mismo tiempo duro que lo agrede y lo desalienta. Valga decir que este último está más cerca que el otro de la verdadera lectura.
Con los libros ocurre lo mismo que con las personas, han de tomarse en serio. Pero precisamente por ello debemos tener cuidado de convertirlos en ídolos, es decir, en instrumentos de nuestra pereza. En este aspecto, el hombre que no vive entre libros y acude a ellos con esfuerzo posee un capital de humildad, de inconsciente fuerza – la única que vale – que le permite acercarse a las palabras con el respeto y la ansiedad con que nos acercamos a una persona predilecta. Y esto vale mucho más que la “cultura”; más aún: es la verdadera cultura. Necesidad de comprender a los demás, actitud caritativa con los demás, que es a fin de cuentas la única manera de comprendernos y amarnos a nosotros mismos; la cultura empieza por aquí. Los libros no son los hombres, son los medios para llegar a ellos; quien ama los libros pero no ama a los hombres es un fatuo o un réprobo.
Hay un obstáculo para la lectura (es el mismo en todas las esferas de la vida): la excesiva confianza en uno mismo, la falta de humildad, la negativa a aceptar lo otro, lo diferente. Siempre nos hiere el inaudito descubrimiento de que otro ha mirado, no precisamente más lejos que nosotros, sino de manera diferente.
Estamos hechos de mezquina costumbre. Nos gusta asombrarnos, como los niños, pero no demasiado. Cuando el estupor nos exige salir verdaderamente de nosotros mismos, perder el equilibrio para recobrar otro acaso más precario, entonces fruncimos el ceño y pataleamos, volvemos en verdad a ser niños. Pero de éstos nos falta la virginidad, que es la inocencia. Nosotros tenemos ideas, gustos, hemos leído precisamente unos cuantos libros: poseemos algo, y como todos los propietarios tememos por ese algo.
Todos, lamentablemente, hemos leído. Y así como a menudo los más pequeños burgueses se aferran al falso decoro y a los prejuicios de clase mucho más que los desenvueltos aventureros del gran mundo, así el ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la trivialidad, al prejuicio que allí ha sorbido, y a partir de entonces, si le sucede volver a leer, todo lo juzga y condena según aquel rasero. Es muy fácil aceptar la perspectiva más trivial e instalarse en ella, al calor del consenso de la mayoría.
Es muy cómodo suponer que se han acabado los esfuerzos y ya conocemos la belleza, la verdad y la justicia. Es cómodo y cobarde. Es como creer que regalando de vez en cuando una moneda al mendigo quedamos desligados de nuestro eterno y temible deber de caridad. Nada haremos aquí sin respeto y humildad: la humildad que abre brecha en nuestra sustancia de orgullo y pereza y el respeto que nos persuade de la dignidad del otro, de lo diferente, del prójimo en cuanto tal.
Hablamos de libros. Es sabido que cuanto más franca y llana es la voz de un libro, tanto más dolor y ansiedad le ha costado a su autor. Por lo tanto es inútil confiar en sondearlos sin sufrir las consecuencias.
Leer no es fácil. Y quien, como suele decirse, ha estudiado, quien se mueve ágilmente en el mundo del conocimiento y del gusto, quien tiene tiempo y medios para leer, (en general o) a menudo carece de alma, está muerto para la caridad, está acorazado y endurecido por el egoísmo de casta.
En cambio, aquel que anhela tener acceso al mundo de la fantasía y del pensamiento casi siempre carece de los primeros elementos: le falta el alfabeto de todo lenguaje, no le sobra ni tiempo ni fuerzas, o peor aún, ha sido descarriado por una falta de preparación, por la propaganda que bloquea y desfigura los valores. Quienquiera que se enfrente con un tratado de física, un texto de contabilidad o la gramática de un idioma sabe que existe una preparación específica, una mínima cantidad de nociones indispensables para sacar provecho de la nueva lectura.
¿Cuántos se dan cuenta de que se necesita un análogo bagaje técnico para aproximarse a una novela, una poesía o un ensayo, y que estas nociones técnicas son inconmensurablemente más complejas, sutiles y huidizas que aquellas otras, y que no están en ningún manual ni en ninguna biblia?
Todos piensan que un relato o una poesía, por el hecho de no dirigirse al físico, al contable o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, es naturalmente asequible para la ordinaria atención humana. Pero, por otra parte, eso de que poetas, narradores y filósofos se dirijan al hombre así, en absoluto, al hombre abstracto, al Hombre, es una tonta fantasía. Ellos se dirigen al individuo de una determinada época y situación, al individuo que tiene determinados problemas y que, a su manera, trata de resolverlos, incluso y sobre todo cuando lee novelas.
Por consiguiente, para comprender las novelas será necesario situarse en la época y proponerse los problemas; lo cual en este campo, implica en primer lugar aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes. Convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras, ciertas entonaciones y actitudes insólitas, tiene por lo menos el derecho a no ser inmediatamente condenado en nombre de una lectura precedente donde actitudes y palabras estaban más ordenadas, eran más fáciles o tan sólo diferentes. Este asunto del lenguaje es el más llamativo, pero no el más peliagudo. Es cierto que todo es lenguaje en un escritor que lo sea de veras, pero basta justamente haber comprendido esto para encontrarse en un mundo de lo más vivo y complejo, donde el problema de una palabra, de una inflexión o una cadencia se vuelve enseguida un problema de modo de vida, de moralidad. O de política, sin más.
Y que con esto sea suficiente. El arte, como suele decirse, es una cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de aproximarnos a estas últimas con esa modestia que es búsqueda de claridad – sensibilidad con los demás y dureza con nosotros mismos -, no se ve con qué derecho ante una página escrita olvidamos que somos hombres y que un hombre nos habla.
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(*) Cesare Pavese (1908 – 1950) Filólogo y escritor italiano, texto sobre la lectura, publicado por primera vez en italiano bajo el título “Leer” en la primera mitad del siglo pasado.
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