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Título: Felipe, el oscuro. Secretos, intrigas y traiciones del sexenio más sangriento de México.
Editorial: Planeta. Temática: Actualidad | Política. Colección: Ensayo y sociedad. Páginas: 392
Calderón es una mezcla de malas maneras y mala suerte. Como no creo en la mala o buena suerte, deposito énfasis en las malas maneras. Llegó en circunstancias muy penosas, en medio de acusaciones razonadas de fraude; ha intentado persuadir, conmover, seducir y no lo ha logrado. —Carlos Monsiváis en La Jornada, 2008
Sinopsis:
La periodista Olga Wornat presenta a detalle la historia de un fracaso: el sexenio negro de Felipe Calderón.
Desde la falta de estrategia como presidente, los peores casos de corrupción, el enriquecimiento ilícito, los favores a sus familiares y amigos, y su protección al Cártel de Sinaloa y a los actos criminales de Genaro García Luna, hasta la intimidad de su frágil relación con Margarita Zavala, sus problemas con el alcohol y el miedo constante a ser el presidente más odiado por los mexicanos. Como nadie lo había logrado, Wornat revela la mejor investigación del calderonato.
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Capitulo I. El mariscal de la destrucción
¿Qué cosas pasaron por la mente de Felipe Calderón Hinojosa mientras cabalgaba sobre los escombros de sus últimos meses en el poder? Esa sombra ominosa que le aguardaba a partir del primero de diciembre de 2012, cuando debía entregarle la banda presidencial a su sucesor; si las encuestas no se equivocaban, este sería un cacique del Partido de la Revolución Institucional, que regresaba gracias a la sistemática demolición de doce años de desgobierno del Partido Acción Nacional.
Soberbio y negador, no vislumbró —y no quiso hacerlo— que las estructuras del poder que lo sostenían estaban podridas. Participó así en los contubernios con los padrinos de la Cosa Nostra de la política mexicana, con la convicción de que saldría airoso; no obstante, solo logró hundirse más.
Cuando Vicente Fox —quien inició la guerra contra el narcotráfico que luego continuó su sucesor— abandonó la presidencia en 2006, dejó un país hecho pedazos. El crimen organizado y la corrupción habían perforado todas las áreas del Estado y los gobiernos estatales; además, habían contaminado a su familia y a la de su consorte. Sus hijos, sus hijastros y su mujer estaban manchados hasta los huesos. Eran millonarios y corruptos, y la obsesión por continuar con los negocios en el nuevo sexenio no los dejaba en paz. Aquel sueño inicial de sacar «para siempre» al pri de Los Pinos en el año 2000 fue una falsificación, porque el viejo sistema continuaba en su apogeo y conocía bien los talones de Aquiles de cada uno.
Eran iguales. Eran la trampa. La simulación. La codicia. La doble moral. La traición. La complicidad con los criminales. Eran el prian.
El rumboso camino a Los Pinos
Felipe Calderón ganó la candidatura del pan en octubre de 2005, después de unas elecciones internas desaseadas y caóticas, en un país azotado por la violencia y los asesinatos. Pero este tema no estaba en la agenda de nadie y menos en la de Fox y Calderón. Todos querían llegar al poder, todos querían enriquecerse y para eso debían pactar inmunidad.
Un «desliz» de Francisco Ramírez Acuña, gobernador de Jalisco, destapó a Calderón en mayo de 2004 y lo empujó a la carrera presidencial. Vicente Fox se enfureció y regañó en público a Felipe cuando este apareció en la cumbre de presidentes en Guadalajara.
La recriminación fue tan dura que el michoacano regresó deprimido al hotel Camino Real e inmediatamente presentó su renuncia a la Secretaría de Energía, donde estuvo apenas un año. «Me parece que fue más que imprudente haber realizado este evento con una característica electoral. Me parece que está fuera de lugar y fuera de tiempo», declaró Fox. Felipe Calderón recibió en las elecciones internas no solo el respaldo de su partido, sino una importante contribución monetaria de los empresarios más importantes de México, según información oficial del pan. La élite económica apostó por él, no porque lo quisieran, sino por conveniencia.
El candidato de Fox nunca fue Felipe Calderón, al que despreciaba; sin embargo, Santiago Creel, su gran apuesta de continuidad, fue derrotado en la contienda y el panorama que le aguardaba fuera de Los Pinos era, por lo menos, inquietante. A pesar del aborrecimiento, se inclinaron por el pragmatismo y decidieron aliarse para derrotar a un enemigo que compartían y temían: Andrés Manuel López Obrador.
No los unía el amor, sino el espanto.
La etapa previa a la llegada de Felipe Calderón a Los Pinos, durante el final del sexenio del «cambio» que nunca fue, estuvo cargada de conspiraciones sucias y escándalos.
En 2004, Federico Döring, panista de poca monta y menor decoro, había entregado a Televisa unos videos que fueron emitidos en el programa de Víctor Trujillo, El Mañanero. Una audiencia impávida observó a René Bejarano y Gustavo Ponce Meléndez, dos hombres del círculo íntimo de López Obrador, cometiendo actos ilícitos. El empresario Carlos Ahumada, autor de los mismos, confesaría luego que los hizo en connivencia con Carlos Salinas de Gortari a cambio de 400 millones de pesos mexicanos. Cuestionado por Denise Maerker, el expresidente se negó a responder si estuvo detrás de los videoescándalos, aunque su silencio abonó a la teoría del complot que López Obrador denunciaba a diario.
«Presidente, no podemos dejar que este loco gane, tenemos que impedirlo de cualquier manera. Todos los que estamos aquí iremos a la cárcel», le dijo Roberto Madrazo a Vicente Fox durante una reunión realizada en el comedor de la cabaña presidencial, con la presencia de Marta Sahagún.
Inyectado de odio, Vicente Fox impulsó, a través de la Procuraduría General de la República (pgr), un proceso de desafuero contra López Obrador, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, con el argumento de que había desacatado una orden judicial. En abril de 2005, López Obrador pronunció un encendido discurso en la Cámara de Diputados; no obstante, perdió la disputa y no le quedó más opción que alentar a la movilización popular. Fox, por naturaleza alérgico a las presiones multitudinarias, cayó de rodillas y dio marcha atrás. Nunca lo perdonó, y en esos días los conjurados llegaron a plantear sin eufemismos y sin pudor que la mejor solución era la muerte de López Obrador.
En este espacio beligerante, se prepararon para la madre de todas las batallas y acordaron que todos los métodos serían válidos con tal de que Andrés Manuel «no llegara».
Desde la casa presidencial, con recursos públicos y en alianza con las élites políticas y económicas, las televisoras, una minúscula pandilla de «intelectuales» todo terreno y un conglomerado de medios hegemónicos, se orquestó el fraude que sí o sí convertiría a Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, un candidato mediocre y sin carisma, en primer mandatario de México. La orden presidencial llegó desde Los Pinos a secretarios y subsecretarios de Estado. A gobernadores y alcaldes.
Todos debían colocarse al servicio del michoacano, quien comenzó una campaña electoral anodina y pobre; él mismo no creía ganar.
Según testigos de un lado y del otro, las reuniones para supuestas «sinergias» entre el gobierno saliente y el candidato oficialista comenzaron a realizarse una vez por semana en el salón Francisco I. Madero de Los Pinos, siempre temprano y bajo el mayor de los sigilos. Acudían Vicente Fox, Ramón Muñoz, Emilio Goicoechea y Rubén Aguilar; a Felipe Calderón lo acompañaban César Nava, Josefina Vázquez Mota —coordinadora de la campaña, impuesta por el empresario Lorenzo Servitje de Bimbo, aportante de la campaña y amigo de Vázquez Mota—, Max Cortázar y Juan Camilo Mouriño. Algunas veces participaba el publicista español Antonio Solá, autor de la campaña del miedo en contra de Andrés Manuel López Obrador.
A medida que la cofradía de la estafa avanzaba en la estrategia, la relación entre Fox y Calderón se volvía más ríspida. No se soportaban y, aunque las promesas del michoacano de investigar y encarcelar a los Bribiesca —los corruptos hijos de Marta Sahagún— quedarían en la nada, se necesitaban tanto como se detestaban.
Elba Esther Gordillo, la Maestra, lideresa del sindicato de maestros más poderoso de América Latina y dueña de una caja millonaria, fue un personaje clave, el más importante de la campaña electoral que instaló a Felipe Calderón en Los Pinos. Amiga personal de Carlos Salinas de Gortari —el hombre que la colocó al frente del sindicato—, de Vicente Fox y de Marta Sahagún, manejaba un poderoso aparato sindical y partidario: el Partido Nueva Alianza (Panal), mismo que construyó apenas dejó el pri. Astuta, se acercó primero a López Obrador, que encabezaba las encuestas, dispuesta a ofrecer sus santos servicios, pero la rechazaron. Vicente Fox y Marta Sahagún, rápidos como el rayo, la acercaron con Felipe Calderón, quien la recibió encantado. No era para menos, la Maestra tenía un gran capital: los consejeros del pri para el Instituto Federal Electoral, los cuales saltaron cuando la expulsaron del tricolor y que ahora engrosarían las filas del ife, así como el millón de votos de los maestros.
A mediados de mayo de 2006 y al filo de la elección, gracias a los buenos oficios de Guillermo Velasco Arzac, cacique de El Yunque —grupo de la ultraderecha partidaria— y amigo de Vicente Fox y Marta Sahagún, se reunieron el candidato priista Roberto Madrazo y Felipe Calderón; ambos llegaron al acuerdo de impedir que López Obrador llegara a la presidencia. Roberto Madrazo, cacique del viejo pri y al que en Tabasco llamaban el Führer, tenía sus propios motivos: odiaba a Andrés Manuel desde que este lo había acusado de fraudulento y corrupto en las elecciones para gobernador de 1995. Este hecho se demostró veraz; sin embargo, en ese momento lo único que importaba era impedir que su comprovinciano llegara al poder máximo.
Más urgente que tarde, Felipe Calderón alabó a Elba Esther Gordillo.
«[Ella posee] un liderazgo [que] no puedes omitir y a mí me interesa el apoyo de los maestros […] [son] más de un millón de mentores y además son líderes de sus comunidades y tienen un liderazgo real y formal, que es de Elba Esther Gordillo y de Rafael Ochoa», le dijo a Javier Alatorre, de TV Azteca, en noviembre de 2005, durante plena campaña presidencial y cuando López Obrador iba a la cabeza, 10 puntos arriba.
En esos meses, se filtró una llamada entre la Maestra y el veracruzano Miguel Ángel Yunes, director general del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (issste) de 2006 a 2010, quien fue parte del botín recogido por Gordillo luego de apoyar a Calderón. Años más tarde, Yunes traicionaría a la Maestra, razón por la cual ella lo bautizó como Alacrán, en referencia a la célebre parábola de El alacrán y la rana; no obstante, en ese momento ambos eran socios y se congratulaban por el triunfo del michoacano en la elección interna del pan.
Felipe Calderón aceptó la veracidad de la llamada, pero la condenó como un «burdo acto de espionaje». Reconoció en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte) «una fuerza política que no se puede simple y sencillamente ignorar, lo es, y me gustaría que esa base magisterial se sumara a mi campaña, pero no a cualquier costo, no a cualquier precio. Es decir, sin que eso implique acuerdos».
Estaba atado a Elba Esther Gordillo, quien a partir de 2006 no solo se convertiría en amiga personal de Margarita Zavala, sino que colocaría a miembros de su pandilla política y familiar en el gabinete calderonista. Ni el pri, del que fue parte, le daría a la Maestra todos los beneficios y prebendas que le dio el pan en doce años de gobierno.
«Voy a gobernar con gente honesta. ¿Qué quiero decir? Que no solo sea honesto y no se robe el dinero, que eso es obligado, sino que se rife en la camiseta, que le atore a los problemas, que no le saque a enfrentar al narco, que no le saque a castigar a un juez corrupto».
Repetía como una cantinela y, cada vez que le preguntaban por el pacto con la Maestra, evadía el tema. Por esa época comenzó a prefigurar su lucha contra los cárteles. Negaba que se tratara de una guerra, pero durante su campaña no tenía empacho en reconocer que de eso se trataba:
Las guerras se ganan con tecnología, con información y con recursos, es una guerra en la que no podemos darnos el lujo ni de perder ni de rendirnos, y sí quiero tener un sistema en donde todos los ciudadanos me puedan decir a mí como autoridad, como presidente, como gobierno, dónde están los asaltantes para que yo pueda verdaderamente combatirlos y que la gente que me dé ese dato no corra peligro de muerte por habérmelo dado.
Su lema de campaña fue la frase «Valor y pasión por México», en prédicas donde dejaba asentada su postura sobre el aborto y el matrimonio igualitario: la postura de la Iglesia católica y de los grupos clericales y evangelistas, mismos que apoyaban su candidatura. En una amigable entrevista con Joaquín López Dóriga para el Canal de las Estrellas, se identificó como «respetuoso de todas las preferencias sexuales», aunque aclaró: «Para mí el matrimonio por definición es la unión de un hombre y una mujer». Dijo que respetaba a las mujeres, pero se oponía al uso de la píldora del día siguiente. Se definió tolerante con todas las religiones, pero se autodefinió como un católico al que le gustaría ser «mucho mejor practicante».
Soy, en términos de algún pasaje bíblico, como un Pedro que se hunde en el agua, que creyó, que luchó y dudó, pero en el que se da la trascendencia del ser humano. Sé que venimos a esta tierra con la misión de realizarnos y me siento satisfecho con ella.
Varios días antes de la elección se sabía que la diferencia con Andrés Manuel era muy cerrada, pero Felipe Calderón preparaba el discurso de la victoria. Según testigos, el nerviosismo era extremo, pues el director de la empresa Arcop, Rafael Giménez, quien llevaba las cifras del pan, tenía información que daba la ventaja a López Obrador. Solo gea-isa daba un punto de ventaja a Calderón. Su principal interlocutor en esas horas fue Juan Camilo Mouriño, confidente y cómplice, y a él le trasmitía sus miedos. Las televisoras y radios aliadas en el contubernio machacaban día y noche, entre marzo y mayo, con spots pagados por el Consejo Coordinador Empresarial, en los que se comparaba a López Obrador con Hugo Chávez porque era un supuesto «peligro para México».
Ese 2 de julio de 2006, Felipe Calderón estaba sudoroso, tenso, abrumado por el desenlace. Así lo vio la gente en el salón Manuel Gómez Morín, de pie entre Margarita Zavala y Josefina Vázquez Mota. Sonreía, pero su gesto se veía como una mueca. Durante toda la tarde, creyó tener el triunfo en sus manos; sin embargo, la incertidumbre regresó cuando esa noche, a las 23:00 horas, Luis Carlos Ugalde, titular del ife, no le otorgó la victoria. En las entrañas del partido, los panistas explotaban de furia contra Ugalde y lo insultaban en todos los calibres. Más adelante, en septiembre de 2010, Josefina Vázquez Mota dijo en un acto de precampaña que Luis Carlos Ugalde la había llamado a las 21:00 horas para anunciarle que Calderón había ganado.
Se encontraba con Luis H. Álvarez cuando sonó el teléfono: «Josefina, dile a Felipe Calderón que es el presidente de México y que ganó la elección presidencial».
En su libro Así lo viví, el Mago Ugalde jura que no habló con ninguno de los candidatos. Calderón le habló, pero según relata: «No le tomé la llamada». Raro, porque el Mago, como le apodan por su afición a la magia, era por entonces amigo personal de Felipe y Margarita, y estuvo casado con Lía Limón, íntima de la primera dama, quien además fue madrina de la boda. Carlos Ugalde asegura que solo habló con Fox a las 23:40 horas y que el mandatario le recriminó por no anunciar ninguna tendencia, con lo que «ponía en riesgo la gobernabilidad del país».
En diciembre de 2007, a manera de venganza, Felipe Calderón quería quitar a Ugalde de su camino. Se sentía traicionado y Carlos Ugalde lo sabía, porque conocía bien al mandatario. Fue a Los Pinos en cuanto Felipe lo mandó llamar y, apenas entró al despacho, dijo:
«Me voy, aquí tienes mi renuncia. Mira, Felipe, nunca te olvides de que estas allí sentado gracias a mí».
Luego, se fue. Nunca más tuvieron contacto.
«Fue una conversación áspera. Esa noche, en el cuartel del pan, hubo insultos a mi persona o mentadas de madre, hubo mucho enojo con el ife», afirmó Ugalde.
Las cifras finales revelan una singular ironía. La alta participación tuvo como corolario una nación crispada, dividida y enfrentada. El país alcanzó el número más alto de votantes en su historia: 41 millones 791 mil 322 ciudadanos, 58% de la población. Desde el 5 de julio,
Andrés Manuel López Obrador pidió un conteo de votos casilla por casilla, pues las innumerables irregularidades registradas lo convencían de la existencia de un fraude electoral. La diferencia entre los dos fue de tan solo 250 mil votos, pero el triunfo de Calderón se confirmó el 5 de septiembre, con un fallo judicial.
Indolente ante los cuestionamientos por no haber aceptado un recuento casilla por casilla, el michoacano sabía que la toma de posesión no sería un día de fiesta. Había llegado a la cima del poder con graves sospechas de fraude, sin el respaldo popular y por la puerta de atrás, como un fantasma.
«Estoy muy preocupado, no sé cómo voy a ingresar, por dónde.
¿Y si no me dejan?», le confesó a Purificación Carpinteyro.
Felipe Calderón la invitó a comer para ofrecerle ser parte de su gobierno, en la Secretaría de Telecomunicaciones. Estuvieron solos en el elegante Club de Industriales de Polanco. Embriagado por el exquisito vino que compartieron, Felipe se acercó a Purificación y le recitó al oído un poema de Mario Benedetti: No te salves.
«Yo no entendía qué le pasaba, me recitaba un poema, y volvía la obsesión de su ingreso a la toma de posesión, y le dije: “¡Pide un helicóptero!”», afirmó Carpinteyro. Pero nada lo tranquilizaba: le reveló a Purificación que ese temor le provocaba insomnio.
Los partidos que apoyaron a López Obrador anunciaron el boicot para impedir que Calderón portara la banda presidencial y amenazaron con tomar la tribuna de la Cámara de Diputados. El 28 de noviembre, los diputados panistas se adelantaron y entre silbidos, insultos y puñetazos hicieron de las sillas barricadas. Los diputados de la izquierda se apostaron en otra sección de la Cámara, vigilantes de lo que los panistas pudieran hacer. Era una guerra de trincheras.
Nadie imaginaba que faltaba lo peor, la guerra de verdad. La que legitimó el pacto de tránsfugas. La guerra de los miles de muertos y desaparecidos.
Las simulaciones
Con el país partido en dos, sumado a las sospechas de fraude, el pacto se puso en marcha. El pecado nuevamente estaba en el origen.
Vicente Fox lo instalaba en la presidencia a cambio de no tocar a la familia y menos investigar sus negocios.
Nada podía salir bien a partir de ahí.
Una fotografía muestra a Felipe y Margarita de visita en el rancho de Vicente y Marta, sonrientes y felices en medio del incendio. Una mano lava lo que hace la otra. A Marta y a sus retoños no los molestaron durante el calderonato. Nadie los citó, nadie interrumpió su maravillosa existencia; por el contrario, se volvieron más ricos y más poderosos, y continuaron involucrados en negocios ilícitos.
Cuando recibió la constancia del Tribunal Electoral, Calderón invocó en cada uno de sus actos como presidente electo la «necesidad de una reconciliación nacional». Quien se jactaba de ser el Lázaro que lavaría las heridas, legado de una campaña violenta y fraudulenta, terminaría por hundir al país en un río de sangre.
Desde el inicio quedó claro que se rodearía de un círculo de íntimos e incondicionales: los cuates y aduladores, sumados a todos aquellos que formaban parte de los compromisos espurios, los mismos que le permitieron llegar al trono.
Seis años después, en julio de 2011, y a raíz del rompimiento entre Yunes y Gordillo, sin ponerse colorado, aceptó que existieron los pactos con los tránsfugas.
La mañana del primero de diciembre, Felipe Calderón tomó protesta en el salón de plenos de la Cámara. El ambiente estaba impregnado de malos presagios. El flamante mandatario ingresó por la puerta trasera y en no más de cinco minutos juró guardar y hacer guardar la Constitución. Con una mueca que simulaba una sonrisa y la mirada extraviada, se acomodó la banda presidencial, sin la ayuda de Vicente Fox. El panista Jorge Zermeño, en aquel momento presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, fue quien lo auxilió.
Como un vaticinio de lo que sucedería en el sexenio, dos meses antes Zermeño había concurrido al bautizo de Elsa María Anaya Aguirre, hija de José Guillermo Anaya Llamas, quien se estrenaba como senador. Al sarao asistió Felipe Calderón, presidente electo y padrino de la niña. Entre los invitados, pegado a la mesa de Calderón, estaba sentado Sergio Villarreal Barragán, el Grande, integrante de la organización de los Beltrán Leyva, y uno de los capos más buscados por Estados Unidos durante aquella época. El hermano de Zermeño está casado con la hermana del Grande, el entonces jefe de jefes de Coahuila, con quien Felipe Calderón conversó amablemente y compartió tragos y algazara.
Cuando llega la noche…
Dicen que nada es para siempre.
En el declive del sexenio, la gran estafa en la que Felipe Calderón participó, convencido de que era la única manera de ser lo que nunca sería, comenzaba a ser parte del pasado. O eso creía. Ahora, frente al despoder que se avecinaba, su futuro se veía más oscuro que el de su antecesor y se sentía inquieto. A sus íntimos les confesaba que no se imaginaba lejos del poder.
No hay país más impredecible que México. Durante las elecciones presidenciales de 2012, era difícil que la candidata del blanquiazul
ocupara su lugar. Sin embargo, su caballo, Ernesto Cordero, un economista mediocre, autor de frases célebres acerca de la supuesta bonanza que vivían los mexicanos en el sexenio de la guerra y miembro
de la secta pentecostal Casa sobre la Roca, cayó derrotado frente a Josefina Vázquez Mota, a la que Felipe Calderón humilló y maltrató en público porque simplemente «no le caía bien». En su mente están los amados y odiados, y ella siempre fue parte de los segundos. Según me informaron, Felipe Calderón prefería entregar el mando al pri, porque con ellos conseguiría la tan ansiada impunidad. Andrés Manuel López Obrador, el caudillo de Tabasco, centro de odios, no existía en sus pensamientos de sucesión.
Los exégetas del minúsculo círculo que lo acompañaba decían que no hablaba del día después. La cerrazón, la irascibilidad y los vaivenes de su psicología impedían saber qué pensaba.
¿Había necesidad de que todo se degradara así? ¿Era imprescindible este legado sangriento y esta profunda descomposición nacional?
Felipe Calderón no desconocía que le quedaba menos de un año para abandonar Los Pinos, la majestuosa residencia atiborrada de micrófonos y sofisticadas cámaras que instaló su consentido, el difunto Juan Camilo Mouriño, y que registraban los movimientos y las conversaciones de sus habitantes; esa casona que nunca le terminó de gustar, pero que se convirtió en un refugio seguro contra las recriminaciones sociales, los reclamos y los abucheos. Pocos quedaban a su lado y como le dijo a un amigo personal de Morelia, que lo visitó en esos días: «No se vale que todos se vayan y yo termine pagando los platos rotos. No se vale…».
En la soledad de las noches, recorría con la mirada la fastuosa e histórica residencia donde pasó seis años de su vida. Donde lloró la muerte de Juan Camilo Mouriño. Donde maltrató y humilló a amigos y enemigos. Donde decidió sacar a los militares a la calle para combatir a los narcos. Donde se mandó construir un bar para las noches de tragos con sus íntimos, lejos de la mirada de Márgara. Donde pactó con las mafias y se corrompió. Donde se imaginó como Churchill, Napoleón y David. A poco de asumir el cargo, decidió que quería un búnker blindado y subterráneo para usar durante su guerra, armado con la tecnología más sofisticada, y destinó 100 millones de dólares del erario para su construcción.
«¿Usted recuerda el programa de televisión 24? Yo quería todos
los juguetes que se mostraban ahí, quería todos, todos los instrumentos para combatir a los criminales», le dijo en 2010 a la periodista de la nbc Katie Kouric, quien no podía creer lo que escuchaba y veía, mientras en la pantalla se sucedían imágenes de un salón con una mesa en «U», además de cámaras, computadoras y sensores que supuestamente monitoreaban a los cárteles, y se superponían a otras que mostraban el México de los decapitados y masacrados; el país real.
Felipe Calderón era fan de la serie estadounidense 24, cuya trama gira alrededor del agente Jack Bauer —interpretado por Kiefer Sutherland—, miembro de una unidad contra el terrorismo.
No podía imaginar su vida lejos del poder.
El origen de la degradación
¿Recordaría en este final las palabras de su maestro y amigo Carlos Castillo Peraza? Sus amigos, los poquísimos que permanecen, me revelaron en voz baja que el paso de los años no diluyó la culpa por el brusco quiebre de la relación y la imposibilidad de una reconciliación: Carlos Castillo Peraza murió en Europa en el año 2000, solo y obnubilado por la amargura y la decepción.
El yucateco había renunciado al pan en 1998, después de los maltratos y humillaciones de su discípulo, al que definió como «inescrupuloso, mezquino y desleal a principios y a personas», como le confesó en una entrevista al periodista Julio Scherer García.
Felipe Calderón lo llamó «bufón» en una columna, lo que abrió un tajo definitivo entre los dos. Una anécdota —que rescata el periodista Álvaro Delgado— refleja la intuición del ideólogo más brillante del panismo.
Lo retrata parado frente al imponente edificio que sería la nueva sede del partido, en la colonia del Valle, poco antes de la asunción de Vicente Fox. En ese lugar le dijo a su acompañante: «Ay, Graue [Bernardo], no vaya a ser la de malas que este nuevo edificio vaya a ser el mausoleo del pan, y Fox el sepulturero».
La prostitución política de Acción Nacional alcanzó la cima con Vicente Fox, su consorte y sus impúdicos vástagos. Felipe Calderón, aunque simuló, profundizó el desastre.
En su ilegitimidad, concedió y protegió las corruptelas de sus antecesores y de los integrantes de su gabinete. Fue y vino en sus contradicciones. Mintió una y otra vez. Y ahora, le tocaba colocar la lápida y escribir el epitafio.
No se equivocó Carlos Castillo Peraza, el maestro. La legitimación que Felipe Calderón no tenía la encontró negociando con los tránsfugas. La Ley de Herodes lo devoró, como a todos. Fue cómplice y parte.
La definición de tránsfuga del diccionario de la Real Academia es insuficiente para entender los alcances de las traiciones, la carencia de ideales y de escrúpulos, y la perversa manipulación de los votantes por parte de una élite política que se movía únicamente por el interés.
En la majestuosa biblioteca José Vasconcelos de Los Pinos, en sus paredes, sus nobles maderas y en los libros que Calderón consultaba cuando las tribulaciones lo dominaban y no lo dejaban dormir, quedaron registrados los secretos de seis años de devastación.
Su estado de ánimo pasó a ser la preocupación principal de su entorno y de su familia. Se irritaba más allá de lo normal. Bebía más de lo normal. Sus facciones endurecidas y su lenguaje corporal eran la prueba de lo que vivía internamente. El Estado Mayor Presidencial lo protegía al extremo en los actos públicos a los que llegaba y se retiraba como un fantasma. Entraba en silencios indescifrables y pasaba horas en la biblioteca. El mínimo cuestionamiento sobre la guerra contra el crimen organizado lo enfurecía y hacía estallar.
Una y otra vez.
Su guerra, la cruzada que ensangrentó el país. Tras convertirse en comandante en jefe del Ejército y en la cima de su misticismo, involucró peligrosamente en su batalla a sus hijos pequeños, a los que vistió con uniforme verde olivo y colocó junto a los jefes de las tres fuerzas. Convencido de que esta sería su misión en la tierra, Felipe Calderón se sintió predestinado. Le gustaba compararse con Winston Churchill y con Francisco I. Madero. Su construcción dejó de ser política y se transformó en religiosa.
Las lecturas semanales de la Biblia, a pesar de sus eternas confusiones de fe, lo convencieron de que era el rey David y que frente a él estaba Goliat. Se visualizaba triunfador como Álvaro Uribe, su admirado par colombiano que cada lunes en el Palacio Nariño reforzaba su espíritu de guerrero contra el Mal a través de la liturgia bíblica. Se enfurecía porque no le reconocían la «audacia» para enfrentar al narcotráfico, los malvados que «corrompieron a la sociedad». Frente a unos pocos, admitió que no había hecho otra cosa más que aventarse con la guerra para legitimarse, como hicieron sus predecesores.
«¿Qué hay de malo en ello?», preguntó una noche a un amigo y compañero de universidad, con el que compartía unas copas de ron Matusalem, su preferido, en su bar presidencial. Sucedió una noche de 2009, cuando México ardía.
No encontraba razones para tanta incomprensión cuando él solamente hizo «lo que se debía hacer», lo que «nadie se atrevió antes».
«Lo que se debía hacer». Una frase que Felipe Calderón lleva marcada con fuego desde la niñez. Aquello que odiaba y acataba. El argumento que le repetía su padre frente a los intermitentes fracasos políticos de su vida, cuando regresaba a la casa vencido, luego de una de las tantas derrotas electorales a las que se lanzaba «porque no había otro». No importaba cuál fuera el resultado de las acciones, Luis Calderón Vega recalcaba que no se luchaba para ganar, sino porque era «lo que se debía hacer».
En la residencia presidencial, los tonos del clima desde hacía tiempo habían virado del negro noche, al negro muerte.
Cada mañana, el espejo le devolvía la imagen de un hombre envejecido por el desgaste del poder. Amargado, abrumado, irritado, sombrío. Cada noche debía enfrentar a sus demonios y sus muertos.
A sus alianzas espurias. Las desgracias no lo abandonaban y sentía temor por sus hijos. Les prometió que apenas terminara el sexenio se irían a vivir a Estados Unidos, donde «papá ya tenía trabajo». Decían que su hermana Luisa María, Cocoa, solicitó la visa canadiense después de su derrota electoral en Michoacán, una tierra azotada por el cártel de la Familia Michoacana, con la que Cocoa tenía estrechas relaciones.
Michoacán no es el lugar más seguro para los integrantes de la familia presidencial. Menos aún para la hermana que se lanzó a disputar la gobernación del estado donde mandan la Familia y los Zetas. Mientras estuve en Michoacán, entrevisté para este libro a
amigos, enemigos y parientes, todos me juraron y perjuraron que Cocoa estaba bien protegida por Servando Gómez Martínez, la Tuta, el real mandamás del estado, con quien ella mantenía amigables relaciones, al menos hasta su detención en 2015. Nada extraño.
La sinrazón
Felipe Calderón sabía de qué se trataba la soledad del poder. Lo golpeó a medida que los días y las horas se sucedían y no confiaba ni en su sombra. Y el rencor, ese «rasgo genético de familia» —como me confesó su hermana en Morelia—, se extendía como una mancha de humedad al igual que la realidad, que no era otra cosa que la tragedia que empapaba el territorio nacional de rojo sangre, de la que no se sentía responsable, pero que cargaría sobre sus espaldas cuando las puertas se cerraran.
Miles y miles de muertos, miles de desaparecidos, miles de niños huérfanos, miles de familias laceradas y dejadas a la indefensión. Miles de ciudadanos atrapados en medio de los enfrentamientos entre militares y narcotraficantes o entre traficantes en guerra por el control de los territorios. Miles de desplazados. Gobernadores y funcionarios indolentes y hundidos en la corrupción y en añejas complicidades con las mafias. Gobernadores priistas y panistas investigados por la Administración para el Control de Drogas (dea, por sus siglas en inglés) por sus vínculos con los criminales. El narco infiltrado en policías y procuradurías. Nadie sabía qué hacer, ni en quién confiar. Zonas liberadas gobernadas por los capos. Pueblos fantasmas habitados por hombres de negro, máquinas de matar que enseñaban sus métodos espeluznantes en YouTube para regodeo de miles que exigían más sangre. Niños sicarios expertos en cortar cabezas y paramilitares que asesinaban en nombre de la patria siguiendo la ley del talión. Decapitados, descuartizados, despellejados vivos o disueltos en tambos con ácido; seres anónimos colgados de los puentes y quemados a plena luz del día, frente a una sociedad muda y ciega por el terror. Empresarios y profesionales extorsionados, secuestrados y luego asesinados por no pagar la cuota. Cientos y cientos y cientos de violaciones de los derechos humanos de civiles por parte de militares, marinos y policías. Fosas clandestinas abarrotadas de cadáveres de hombres, ancianos, mujeres y niños.
La crueldad en su máxima expresión.
El mal que surgió de las vísceras de la tierra fue multiplicado por las imágenes de los medios y de las redes sociales. Escenas que paralizan, que se convierten en parte del paisaje y que, como decía Susan Sontag, corrompen nuestra conciencia del mal. Los célebres «daños colaterales» del discurso primigenio a los que Felipe se refirió después como «unos pocos», o sea, bajas mayoritarias de las mafias criminales.
La gélida estadística de muertos y desaparecidos que creció sin frenos, único tema que importaba dentro y fuera de México, lo irritaba tanto que no quería saber. Se encerró en el apotegma paterno de «lo que había que hacer».
Varios colaboradores me contaron que abusaba del café y del alcohol, que junto al estrés agravaban sus problemas gástricos. Otros, temerosos de sus estallidos y maltratos, le decían que sí a todo, le ocultaban las cifras y le aseguraban que los problemas se concentraban mayoritariamente en los estados del norte, que los civiles inocentes afectados eran minoría y que estaban atendidos. Motorizaban la idea falsa de que los culpables de la debacle eran los gobernadores del pri, los mafiosos que dejaron crecer a los narcotraficantes y que había que
En su sinrazón, el michoacano salió a la tribuna a denostar al demonio desde una fraudulenta honestidad política. Y el demonio era el mismo que desde hacía muchos años se había apoderado de la dirigencia panista. Se metió en la cocina del blanquiazul.
Sus hombres no le discutían nada porque nada tenía sentido. Los júniors neopanistas, advenedizos y millonarios gracias a la generosidad del erario sexenal, buscaban salvación. Poco y nada les importaba un jefe en caída veloz, que maltrató y humilló a diestra y siniestra, y que ahora debía pagar los platos rotos. «Un traidor y un desagradecido», decían.
Destino y carácter
¿Dónde se torció el destino y se cumplieron los peores vaticinios? Pulverizados sin remedio los escenarios que imaginó en su breve autobiografía escrita para la campaña de 2006, El hijo desobediente,
Felipe Calderón se hundió en una depresión sin horizonte.
Dos amigos de bajísimo perfil, compañeros de copas y diversiones de la Libre de Derecho, abogados prestigiosos que nunca ocuparon un cargo público y le decían lo que pensaban, me confirman el estado anímico presidencial.
—Felipe está deprimido y quién sabe qué pasará cuando ya no esté en el poder…
—¿Qué puede pasar? —pregunto.
—Tiene una personalidad autodestructiva. Ahora está extraviado, todo le salió mal, puede hacer cualquier cosa…
—¿Qué significa «cualquier cosa»?
—Eso exactamente. Que por su personalidad y sus altibajos puede hacer cualquier cosa.
El exalcalde italiano antimafia Leoluca Orlando y el exjuez español Baltazar Garzón, célebre por sus investigaciones a dictadores acusados de genocidio, mantuvieron una reunión privada con Felipe Calderón a principios de septiembre de 2011. La reunión se realizó en Los Pinos y fue a pedido de Calderón.
—Ese hombre no parecía el presidente de México. Se veía perdido, en otro mundo. Habló poco y nos preguntó qué le aconsejábamos hacer con las víctimas. Fue una situación extraña. Le dijimos que se ocupara de las víctimas, que el Estado tenía la obligación de darles protección. Que tenía que dar un gesto, que los llevara a Los Pinos, que se reuniera con ellos. Bueno, que hiciera algo —me comentó preocupado Leoluca Orlando, en una reunión que mantuvimos en Monterrey.
—¿Y qué les respondió?
—Nada. Lo anotaba en una agenda negra. Todo el tiempo anotaba…
En aquel libro minúsculo, Felipe expresaba el sueño de lo que sería su último informe de gobierno. Ese primero de septiembre de 2012, cuando le contara a los mexicanos sus logros en la lucha contra la pobreza, el desempleo, la injusticia y la inseguridad.
El México de nunca jamás.
Las cifras reales son demoledoras. De 2006 a 2012, 15.9 millones de mexicanos pasaron a ser pobres. Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), durante el sexenio de las manos limpias y el millón de puestos de trabajo, el fuerte deterioro del mercado laboral y la precarización en aumento dejan como saldo que cada día nueve mil personas se convirtieran en indigentes y seis millones quedaran desempleadas. Inflación en alza, pérdida del poder adquisitivo, ausencia de políticas públicas para apaciguar el golpe, organismos colapsados y perversos administradores de los recursos públicos destinados, en su inmensa mayoría, a solventar los desmesurados salarios de funcionarios mediocres que vivían como jeques en un país que se desmoronaba. Como contraste o cruel paradoja, solo en 2010, según datos del Instituto Nacional de Estudios para la Paz, México gastó cinco mil 490 millones de dólares en «garantizar la seguridad nacional y la soberanía», fondos que destinó a la Secretaría de Seguridad, la pgr, la Secretaría de Gobernación, el Ejército y la Marina.
Millones de dólares destinados a una guerra perdida y un Estado incapaz de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, ni de sus colaboradores más importantes. Como quedó demostrado con la muerte de Juan Camilo Mouriño y Francisco Blake Mora, ambos secretarios de Gobernación, que en un intervalo de tres años se estrellaron en dos «accidentes» de avión y helicóptero, respectivamente, por «errores de los pilotos». Dos hechos gravísimos que aceptó que se dijera que fueron «accidentes», cuando todos los elementos indicaban que habían sido atentados.
Quizá la memoria deje paso al recuerdo de su amigo de Morelia, cuando, a mediados de 2007, en una visita a Los Pinos, se animó y le dijo:
—Felipe, ¿hasta dónde piensas llegar? La gente está angustiada…
Y su respuesta fue:
—Nadie me entiende. Lo que quiero es que esta bola de cuates no se pasen de la raya y no ataquen a la sociedad civil. Esto no termina conmigo, ni con este sexenio, quiero que entiendan que esta guerra va para muchos años.
¿Cuándo comenzó el derrumbe?
¿Cuando asumió el cargo por la puerta de atrás, secuestrado por los pactos y contubernios con los más perversos personajes del sistema político? ¿Fue el primero de diciembre de 2006, cuando tomó juramento en San Lázaro frente al bochornoso espectáculo de diputados que se trenzaban a golpes de puño frente a las cámaras de televisión y el país se partía en pedazos? ¿Cuando se negó al conteo de votos frente a los resultados de una elección sospechosa de ser fraudulenta, traicionando la historia de su maestro y la de su padre? ¿O el 3 de enero de 2007, cuando con casaca y gorra verde del Ejército declaró la guerra al narco, sin estrategia ni consenso, y consciente de que el narcotráfico había perforado el sistema político, policial, militar y judicial desde hacía décadas? ¿O cuando no creó una red de contención para miles de civiles indefensos, víctimas de una orgía de muerte? ¿O, finalmente, en la complicidad manifiesta con hombres y mujeres que colocó en puestos claves de Seguridad, Defensa y Justicia, que se corrompieron frente a sus ojos y se asociaron con el crimen organizado, a los que defendió con fervor a pesar de todas las denuncias que le presentaron?
¿Cuándo comenzó su desgracia? ¿En los orígenes está la marca del destino? ¿En su historia personal llena de claroscuros, en su psicología compleja, su baja autoestima, en la ira embotellada que explotaba y le hacía perder objetividad, en sus desconfianzas, que a últimas fechas bordeaban la paranoia? ¿En esa cobardía que ocultaba y de la que muchos dieron testimonio?
Con la ambivalencia de los políticos que van de los triunfalismos a los fracasos en minutos, hacía tiempo que Felipe Calderón vislumbraba el infortunio que le aguardaría cuando lo despojaran de los atributos del poder, los mismos que le permitieron imaginarse general de un ejército triunfador. En una entrevista con El Universal, en febrero de 2011, declaró que:
Quisiera ser recordado como un presidente que transformó México, un presidente que pudo iniciar un punto de inflexión en muchas cosas, un presidente que logró la cobertura nacional de salud, en fin, un presidente comprometido con el medio ambiente, que es mi tema favorito.
Pero uno no debe medir sus acciones por la capacidad de ser recordado, hay que hacer lo que se debe hacer. La política es miope y la historia es tremendamente injusta. El único juicio al que aspiramos y que mostrará objetividad es el juicio que tendremos al concluir nuestras vidas; es el único juicio al que hay que atenernos.
La incapacidad de autocrítica y revisión de sus actos públicos quedó al descubierto. Existía, según él, una cruel «injusticia de la historia», a la que Felipe Calderón le oponía una «justicia divina», como el pobre consuelo de un alma en pena: la suya. Vislumbraba quizá que sin fueros, solo y derrotado, le caerían encima juicios de las víctimas inocentes de su guerra. O peor aún: darían inicio las investigaciones judiciales sobre su persona y los funcionarios de alto rango de su gobierno involucrados con las mafias, los mismos a los que protegió a pesar de las evidencias que le presentaron de sus crímenes y corruptelas.
Cuando a mediados de 2011 el embajador de Estados Unidos en México renunció, muchos no entendieron la razón. Pregunté y una fuente me dijo que fue «por mala relación con el presidente». En realidad, la salida de Carlos Pascual fue impulsada directamente por Felipe Calderón. No le caía bien porque estaba enterado de que el embajador, de carácter franco, «criticaba mucho» a su gobierno.
Se habían filtrado los cables de WikiLeaks y allí estaba escrito lo que pensaba el representante en Estados Unidos. Pascual señalaba la «incapacidad de México» para hacer frente al narcotráfico y señaló que el pan podía perder las elecciones de 2012. No fue una declaración pública, aunque lo que manifestaba era lo que vivían los mexicanos todos los días.
Felipe Calderón no soportó la crítica a su estrategia; embanderado de un nacionalismo trasnochado, habló con Clinton en una reunión privada realizada en México y se quejó con el presidente Obama. A Carlos Pascual no le quedó otra opción que irse.
Al general Tomás Ángeles Dauahare le fue peor: pagó con la cárcel decir la verdad y se transformó en otra víctima de Felipe Calderón.
Con una carrera intachable, sobrino nieto del héroe de la Revolución Felipe Ángeles, ocupó la Subsecretaría de la Defensa entre 2002 y 2008, cuando pasó a retiro. El 9 de mayo de 2008, fue convocado a una reunión con Calderón en el despacho presidencial de Los Pinos. El general, que de esto sabía mucho, le reveló al mandatario los detalles de los nexos de Genaro García Luna con el Cártel del Pacífico y le manifestó su desacuerdo con la estrategia implementada para el combate al narcotráfico. Felipe Calderón, visiblemente molesto, le pidió al general que le enviara todo por escrito y este cumplió con el encargo.
Nunca imaginó que a partir de ese momento se convertiría en un enemigo al que había que quitar de en medio, a como diera lugar.
Nunca imaginó la dimensión de la venganza. El 16 de mayo de 2012, miembros del Ejército fueron a buscar a Tomás Ángeles a su casa de Cuernavaca y lo acusaron de vínculos con el cártel de los Beltrán Leyva, a través de los dichos de testigos protegidos, doblegados mediante salvajes torturas. El general fue trasladado al penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez, donde permaneció hasta 2013, cuando fue exonerado.
Felipe Calderón saldrá de la presidencia como el peor de la historia. No creo que la vaya a pasar bien cuando ya no se encuentre en el poder. La situación que deja es gravísima y la región va a empeorar en este tema.
Es un fracaso porque lo más seguro es que regrese el pri y no con un partido renovado, sino con los corruptos de siempre. Los que pactaban con las mafias. Y van a regresar con el aval de Estados Unidos y no les quedará otra que la mano dura. Olvídese de los derechos civiles. Van a aparecer más «falsos positivos», que ya existen y lo están ocultando; más impunidad, problemas económicos, grupos paramilitares que van a hacer limpieza, no importa cómo ni de qué manera. Y la gente mirará para otra parte, porque no dan más.
Lo anterior me lo advirtió Bruce Bagley, prestigioso profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Miami, durante una entrevista que le realicé a finales de 2011.
Adicciones, intolerancias y complejos
En la geografía de los hombres públicos, una anécdota mínima de su vida puede dar luz a las acciones que para bien o para mal cambiaran la existencia de millones de ciudadanos. Para el psicoanálisis, la infancia es la etapa de la construcción del sujeto, de su destino. En ese espacio primario nacen las debilidades y las fortalezas, se construyen los traumas, complejos y resentimientos que definen un ser. Según el especialista español en psiquiatría José Cabrera Forneiro, autor del libro La salud mental y los políticos, la salud mental de un mandatario influye sobre sus determinaciones como gobernante, y los ciudadanos deben tener acceso a la misma. «Los líderes no quieren que se sepa nada de su vida, porque viven de la cosmética y de la imagen pública».
Cuánto influyó en Carlos Salinas de Gortari y en la construcción de su personalidad psicopática esa ocasión en la que a los tres años él y su hermano Raúl, de cinco, asesinaron a Manuela, la niña de 12 años que trabajaba en la casa. «La maté de un balazo, soy un héroe», exclamó el niño Carlos a El Universal. Llevaron a los hermanos a un tribunal, donde fueron examinados, y el juez Gilberto Bolaños Cacho recomendó a la madre ponerlos bajo tratamiento psiquiátrico para que trabajaran en el trauma. El padre, Raúl Salinas Lozano, se opuso y la vida continuó como si nada. Todo lo que sucedió durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari fue la manifestación máxima de la fusión entre política y crimen.
¿Cómo repercutió en las acciones políticas de Vicente Fox su personalidad dual y asimétrica, la infancia con un padre ausente y débil, y una madre impositiva y cabeza de familia que lo regañó hasta el final de su vida? ¿O la educación con los jesuitas, que casi lo llevó a convertirse en sacerdote, y el fracaso de su primer matrimonio, que lo sumió en una extensa y pública depresión? Durante su sexenio y desde que ganó, varios profesionales lo analizaron frente al desfase abismal de su discurso y la realidad que vivían los mexicanos. Para afrontar las tormentas políticas que lo sumían en periodos de ausencia, Vicente Fox apeló al célebre antidepresivo Prozac, que tomó durante todo su mandato. En noviembre de 2008, el Tribunal Apostólico de la Rota Romana determinó que Vicente Fox no estaba capacitado para casarse por la Iglesia con Marta Sahagún, por sufrir «serios trastornos de personalidad».
El análisis grafológico que realizó el psicólogo Víctor Piña Arreguín a los tres candidatos presidenciales en plena campaña de 2006 describe a Felipe Calderón como un hombre intolerante, gris, inseguro y con muy pocas ambiciones por ocupar el cargo:
Calderón solo es líder en un ambiente armónico enfocado en las relaciones interpersonales; en ambientes tensos puede ser duro, autoritario. Si el ambiente es competitivo, va a denotar mucha presión, mucho estrés, y eso se ve en sus rasgos faciales. Es directo, pero puede dar bandazos y tiene una inteligencia emocional baja. Aunque la campaña financiada por el Partido Acción Nacional estigmatiza a López Obrador como autoritario, el examen dice que Felipe Calderón es el que tiende a actuar de esa forma. Si se encuentra en un ambiente hostil, no hay nivel de certeza en su toma de decisiones, habrá ambivalencias de acuerdo a su grado de seguridad. Su estado anímico afectará la toma de decisiones de cualquier tipo. Ante un mínimo estímulo, puede reaccionar de forma variable o antagónica. Frente a un cartón periodístico, puede ponerse contento o molestarse. Es voluble, cambiante e infantil.
El escritor y ensayista Carlos Monsiváis definió a Felipe Calderón a fines de 2008, en el periódico La Jornada: Calderón es una mezcla de malas maneras y mala suerte. Como no creo en la mala o buena suerte, deposito énfasis en las malas maneras. Llegó en circunstancias muy penosas, en medio de acusaciones razonadas de fraude; ha intentado persuadir, conmover, seducir y no lo ha logrado.
[…] No cree en la rendición de cuentas, ni en la autocrítica en su nivel más elemental, ni en la congruencia de sus palabras. Evita confrontarse con el Congreso, no contesta preguntas y se limita, Dios sea loado, a emitir sermones fundados en recuerdos de su infancia y con eso educa al pueblo y describe a sus adversarios como odiadores de la virtud.
Rumores fuertes sobre la salud física y mental de Calderón llegaron a Estados Unidos. Además del alcoholismo, una adicción de larga data del mandatario confirmada por amigos y familiares, estaban sus bruscos cambios de personalidad y una depresión que afloraba en momentos adversos.
El ministro de Salud británico, el respetado neurólogo David Owen, acuñó el término «síndrome de hubris» para describir a los políticos que, como Felipe Calderón son personas violentas y carentes de control de sus impulsos. Niegan la realidad, no aceptan la mínima crítica y se creen omnipotentes. Y no pueden soportar perder el poder. Tienen adicción al poder y, cuando lo pierden, o se deprimen o lo niegan, y continúan como si aún lo tuvieran. Abusan del alcohol o de las drogas.
LIBRO COMPLETO: https://drive.google.com/file/d/1u48dr_sPegusZ4GU1VAkYG2RxKDdSdeq/view?usp=sharing
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