———- O ———-
Hace un par de años consternado le comenté a mi madre cómo habían asesinado a un colega periodista (a quien meses antes lo había saludado en la presentación de su libro), y me respondió “Sí, lo escuche en las noticias casi frente a su periódico, no? Aquí, cada vez matan y secuestran a más gente para luego destazarlas como animales, antes no era así, no había tanta violencia”.
Y tenía razón ¿en qué momento nos acostumbramos? Vivimos inmersos en una cultura de la violencia extrema, con la presencia del crimen organizado, narcotráfico, corrupción e impunidad en todos los niveles. Década sangrienta y atroz con casi 200 mil víctimas y 130 colegas ejecutados.
Aún afligido hice un despacho de prensa (vía telefónica) para una radio de Suramérica, después me quedé cabizbajo y pensativo ¿Por qué matan a los colegas con más saña? me respondí, con su muerte nos envían (al gremio) un mensaje explícito de terror y amedrentamiento.
En tal contexto resulta que los reporteros no solo sobrevivimos económicamente, enfrentados al sistema, y atrapados por el fuego cruzado, sino que existen colegas valientes que insisten en realizar un periodismo consecuente y a ras de tierra, aún al precio de sus vidas.
Tales periodistas son asesinados, porque -en general- ponen al descubierto ocultos intereses o complicidad entre autoridades y delincuentes. Cuando el crimen mata a un periodista, silencia una voz que reporta, documenta y denuncia a formas de poder público, político, empresarial o poderes fácticos, incluido el criminal.
Y es que el trabajo periodístico produce un bien llamado información, cuya propiedad es social -es decir, de la ciudadanía-, y que al mismo tiempo es la mejor herramienta para seguir investigando, contrastando y exhibiendo.
Pero ¿quién se beneficia con la impunidad?
En el país existe una larga historia de control del Estado para impedir la construcción de una sólida libertad de prensa (o expresión). Por otro lado el periodismo independiente –freelance– en algunas zonas está en la orfandad institucional e intensamente asediado por el binomio narcotráfico-Estado.
En consecuencia México se fue convirtiendo en un cementerio de periodistas, donde en varios Estados de la república el periodismo transitó de una relación patológica gobierno-prensa a una relación gobierno-narcotráfico-prensa, más tóxica y letal. Incluso en los últimos años ya se habla de un narcoperiodismo.
Sobre este término el periodista Javier Valdez Cárdenas (qepd) ultimado por el crimen organizado, al presentar su libro” Los huérfanos del narco” nos decía: “El narcoperiodismo consiste en redacciones infiltradas por el narcotráfico bajo dos modalidades: sin paga y a sueldo. Los primeros, no remunerados, ejercen la profesión bajo amenaza de muerte y sin ninguna libertad editorial. Los segundos, esos que figuran en la nómina de algún cártel, responden a los mandatos de los narcos, y definen los contenidos de la línea editorial en función de las agendas criminales, aunque no pocas veces bajo coerción e intimidación. En este entorno criminoso, el periodista tiene básicamente cuatro posibles escenarios: el alineamiento con el editorial narco, el abandono de la profesión, el exilio o la muerte”.
Finalmente, el ejercicio del periodismo en México se ha convertido en una profesión de alto riesgo, porque no solo la delincuencia organizada asesina a periodistas, sino también -y en determinadas circunstancias- policías, políticos y militares.
“Contar la vida en medio de la muerte, creo que es el reto que tenemos en el periodismo, además de debatir lo que está pasando, diseccionarlo y por supuesto detener la violencia”, remarcaba Javier Valdez.
Sin lugar a dudas, una tarea urgente para el nuevo gobierno: frenar la expansión de este infierno enquistado.
———- O ———-
(*) Periodista (EPCSG) y economista (UAM-A)