Descubro ahora, rondando los cuarenta años, que mi madre, esa mujer sabía y casi analfabeta no tenía razón —mis legendarias discusiones adolescentes para ver quién tenía la razón son irrisorias— no, mi madre no tenía razón: tenía EXPERIENCIA. Foto: Pinterest
Por Alma Delia Murillo
———- O ———-
Descubro, a un ritmo lento y a partir de vivencias que me van marcando la piel como pequeños pellizcos, que los años son el mejor antídoto contra la soberbia.
Qué bueno que tiempo y distancia no sólo son las variables de la velocidad, sino también del aprendizaje.
Descubro ahora, rondando los cuarenta años, que mi madre, esa mujer sabia y casi analfabeta no tenía razón —mis legendarias discusiones adolescentes para ver quién tenía la razón son irrisorias— no, mi madre no tenía razón: tenía experiencia. Infinitamente más experiencia que yo y por eso intentaba, con un amor animal, transmitirme lo que ella ya había vivido.
Me burlaba de ella en secreto, y a veces abiertamente, cuando me decía: negrita, así son los hombres, ten cuidado.
Y yo tan Simone de Beauvoir, tan Nacha Guevara y tan Gloria Trevi, me ofendía con la simpleza de su advertencia y refugiada en mis espesas lecturas de Michel Foucault y André Malraux pensaba —pobre de mí— que leer reemplazaba la experiencia y que los conceptos me harían más sabia que mi madre.
Ella trataba de prevenirme del acoso pero no del acoso en las calles, de ese ya me había enterado directamente con más de un episodio de hostigamiento. Los avisos de mi madre intentaban levantar una señal de alerta ya que yo estaba por iniciar mi vida laboral.
Fue muy temprano, a los dieciséis años, cuando en mi primer empleo, el jefe me llamó a su oficina y me dijo que si no le daba unos besos, me asignaría el turno nocturno en la fábrica de plásticos en la que trabajaba. Nadie quería ese turno porque salir durante la madrugada era un infierno. No hubo besos y me echaron. Lloré toda la noche con la cara vuelta hacia la pared, lloré de frustración, de angustia, lloré porque no podía hacer otra cosa. O eso pensaba entonces.
Mi madre suspiró y, sin estridencias, me dio este consejo: cuando los jefes te llamen a su oficina, deja la puerta abierta.
La historia se repitió intermitentemente.
Mi puesto era el de supervisora en un centro telefónico cuando el director de operaciones, un hombre alto, rubio, con mancuernillas Hermès y oloroso a loción Hugo Boss, se sentó junto a mí y metió la mano entre mis piernas porque le salió de los cojones hacerlo. El señalamiento generalizado que viví tras denunciarlo todavía me incomoda, porque la culpa era mía, la falda azul que llevaba aquel día de verano era demasiado corta. Pero logré conservar mi empleo y al poco tiempo el tipo fue asignado a una posición internacional y dejó el país.
Luego vinieron las reiteradas invitaciones a cenar del siguiente jefe. Como no acepté, me mandaron a las mazmorras, al congelador, al proyecto más jodido donde había que tirar como perro de trineo para ganar un pago decente cada quincena.
La historia que cuento, es vital aclararlo, no tiene nada de extraordinario, nada de especial. El cien por ciento de las mujeres que conozco cargan un anecdotario similar al mío. Es así.
Y quiero insistir en que no hablo de conceptos ni esgrimo teorías ni explico razones. Simplemente les cuento mi experiencia que sé que es la de muchas.
Sigo.
Después arribé al mundo artístico y académico y me encontré con que las cosas no eran muy distintas. No importaba si estos hombres y yo habíamos compartido lecturas de Simone de Beauvoir y otras tantas. No eran los albañiles trabajando en mitad de la calle ni el sujeto perverso que muestra el pene erecto afuera de las escuelas. Estos hombres cultos, educados, de pensamiento sofisticado y discurso bien articulado no podían sustraerse de la misma conducta: ejercer presión sexual a partir de una posición poderosa.
Como aquel editor que me escribía por las noches para que tomáramos una copa pero jamás contestaba mis llamadas cuando, por la mañana, yo le pedía una cita para hablar de mi futura publicación que nunca ocurrió en esa editorial y que seguramente no verá mis textos mientras él esté ahí.
O como aquel otro que decía que podría publicarme sólo porque me encontraba guapa pero que era indispensable me presentara en su casa para discutir los términos de nuestra futura relación.
Como el admirado catedrático que, dando golpes en la mesa, me echó del restaurante donde comíamos y del proyecto en el que trabajábamos cuando le dije que no correspondía a sus intenciones amorosas conmigo.
Sí, tuve jefes respetuosos y profesionales, conocí y conozco a muchos hombres que no aprovechan su posición para acosar.
Sí, distingo bien entre acoso y seducción por mutuo acuerdo.
Sí, mi madre se equivocaba al generalizar y advertirme de “los hombres” como si fueran una amalgama indiferenciada. Sí, sí, sí.
Pero la experiencia de mi madre, que está por cumplir setenta años y la mía, que suma treinta y ocho, se han puesto en la mesa junto a la de mi sobrina de diecinueve que ya tuvo que sortear a un jefe vengativo porque no quiso ser cariñosa con él, y me pregunto cuáles serán las anécdotas de la de dieciséis y me pregunto, también, a qué escalofriante edad hay que aconsejarle a cualquier niña, que deje la puerta abierta.
Leer completo en…
Fuente: http://www.sinembargo.mx/opinion/30-04-2016/48449
———- O ———-