———- O ———-
Una voz dice algo en el teléfono, o una mano escribe un par de frases, y, al otro lado de la línea, del buzón, de la pantalla, un ser humano recibe el impacto con el cerebro paralizado por la euforia, con un vahído de felicidad o desesperación, porque la voz o el par de frases son el punto de llegada —y de partida— de algo que busca su destino desde hace meses, o quizás décadas, y ahora, al fin, después de que una cantidad de azares o insistencias hicieran su trabajo, la llamada o las frases vienen a decir estimado, aunque a usted no lo conoce nadie, aunque no ha publicado nunca nada, hemos leído su manuscrito y se lo vamos a publicar. El vahído y el impacto y la parálisis eufórica se repetirán, después, con variaciones. Pero nunca —nunca— como en ese punto de la existencia en el que un escritor inédito recibe la noticia de que alguien lo publicará por primera vez.
***
La forma en la que una persona puede, al fin, corregir ese error de paralaje entre la pregunta “¿a qué te dedicás?” y la respuesta “soy escritor” depende de miles de estambres por los que corren pequeños ríos con dosis de buena suerte, momentos propicios, editores curiosos, llamados providenciales. El español Antonio Muñoz Molina, autor de El invierno en Lisboa, trabajaba como empleado municipal en Granada cuando empezó a publicar en un periódico local una serie de artículos. Después de un año, sus amigos lo alentaron a publicarlos en un libro y lo hizo en la editorial de uno de ellos. Así fue como, a los 27 años y en 1984, publicó El Robinson urbano.
—No hizo que me sintiera más escritor, pero sí sirvió para lo que vino después. Porque Pere Gimferrer, editor de Seix Barral, fue a Granada, un amigo le dio mi libro, Gimferrer lo leyó y llamó para decir que le había gustado. Fue un impacto tremendo, porque yo estaba habituado a que nadie me hiciera caso. Cuando le envié la novela que estaba escribiendo y me dijo que la quería editar, fue la alegría de mi vida. Y le doy muchas vueltas a qué hubiera pasado si yo no publicaba aquel primer libro, si Gimferrer no iba a Granada. Es una lección de humildad, porque hay mucha gente con mucho talento que no llega a nada, o llega a mucho menos.
Lolita Bosch, en cambio, tenía un plan. Ella, catalana y residente en México desde los 18, decidió que iba a publicar solo cuando tuviera 35 años.
—Un año antes de cumplir los 35 fui a una librería y anoté nombres de editoriales. Envié cinco novelas para adultos, una novela para niños, y empecé a recibir rechazos de todas. Debo tener 50. Pero yo pensaba que era un proceso natural. Un día supe que un editor, Constantino Bértolo, estaba al frente de un sello llamado Caballo de Troya. Lo llamé, pero me decían: “No se puede poner”. Entonces llamé y dije: “Le hablo de parte de la agencia Balcells”. Y se puso. Le dije: “Mira, no te llamo de la agencia Balcells. Soy Lolita Bosch y tengo cuatro novelas”. Se las envié y doce horas más tarde me escribió diciendo que se había enamorado de tres. Y publiqué Tres historias europeas en 2005. No me cambió a mí, pero sí a mi entorno. Para empezar, todo el mundo deja de preguntarte de qué vas a vivir.
Después de haber enviado una novela a catorce editoriales de cuatro países, y haber recibido el rechazo de todas, el peruano Santiago Roncagliolo, autor de Abril Rojo, se fue a España para intentar ser un escritor profesional. Allí supo que Ediciones del Bronce había iniciado una colección de libros sobre ríos y presentó una propuesta —el Amazonas— que fue aceptada. Pero él nunca había estado ahí, de modo que se encerró durante tres meses a leer todo lo que se hubiera publicado sobre el asunto y a fingir que estaba en Brasil.
—El libro se llamó El príncipe de los caimanes y salió en 2002. Un año después me llegó una carta de la editorial, preguntando si quería una caja con ejemplares, porque los iban a destruir. Pero yo sentía que había cumplido. “He publicado un libro en España. Si todo sale mal puedo volverme a Perú y trabajar como empleado bancario”.
No siempre el camino al primer libro está tapizado de jirones de piel de escritor. La española Mercedes Cebrián presentó un relato al Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid y se llevó el primer premio. Belén Gopegui, que estaba en el jurado, le dijo que, si tenía más, se los enviara a su marido, el editor Constantino Bértolo.
—Constantino empezó a hacerme una puntuación en plan escolar: “Este es un cuatro, este es el típico ‘qué listo soy”. Al final me dijo: “Si esto cambia, te lo publico”. Así fue que publiqué El malestar al alcance de todos en 2004. Si preguntas al ciudadano de a pie por mí, te dice: “Y quién es esa”, pero yo siento que me he podido hacer una profesión gracias a ese libro.
Berta Marsé, hija del novelista Juan Marsé, se crió en un mundo de escritores, pero quería dedicarse al cine. Habría que preguntarse, entonces, qué astros se movieron para que enviara un cuento a un concurso, ganara, la llamaran de la agencia de Carmen Balcells para alentarla a publicar y ella pensara en un hombre para cuya editorial había trabajado como lectora: Jorge Herralde, de Anagrama.
—Los cuentos las editoriales no los quieren, y Herralde habrá pensado: “Uf, qué compromiso, no solo la conozco sino que ahora resulta que también escribe”. Pero se lo di un viernes y me llamó un lunes. Me dijo que le habían gustado mucho, y publiqué En jaque en 2006.
Las reseñas que recibieron Cebrián y Marsé fueron buenas, pero los lanzazos beligerantes sobre la carne blanda de sus primeros libros produce, en los escritores, efectos tenebrosos. El argentino Marcelo Figueras, autor de Kamchatka, era un periodista joven cuando, en 1992, publicó El muchacho peronista, en Planeta.
—Todas las críticas fueron más o menos buenas, excepto la de Clarín. Era atroz. Mi siguiente novela, El espía del tiempo, es de 2002. Diez años me duró el trauma. Pero pensar que cuando publicás un primer libro te transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre por primera vez te transformás en padre. Es algo que vas a tener que demostrarte a vos mismo todos los días.
El chileno Rafael Gumucio, autor de La deuda, era, en los años noventa, un joven inédito pero conocido (asistía al taller de Antonio Skármeta, del que salió un grupo de talentos magnéticos), cuyo primer libro se esperaba con ansias. En 1995, cuando tenía 25 años, entregó sus relatos a Planeta.
—Se llamaba Invierno en la torre y El Mercurio publicó una reseña que se llamaba “A patadas con las palabras” y decía que la condena para el autor era pasar cinco años y un día sin escribir. En un programa de televisión donde había críticos y escritores preguntaron: “¿Cuál es el peor escritor de Chile?”, y una señorita dijo “Rafael Gumucio”. Me quedé bloqueado por años, hasta que escribí Memorias prematuras, en 1999, y dije, bueno, si está mal, es el final de todo. Pero hubo críticas halagüeñas y ahí empezó mi carrera real.
El chileno Alberto Fuguet, autor de Missing, consiguió su primer contrato porque Antonio Skármeta, a cuyo taller asistía, le habló con admiración de un texto suyo a un editor de Planeta.
—El editor me citó en un café y me hizo firmar un contrato en una servilleta. Fue como existir antes de existir. Tardé tanto en escribir esa novela que antes publiqué un libro de cuentos, Sobredosis, en 1990. Es superimportante cómo se lanza un escritor y en ese sentido yo siento que sobreviví a pesar de todo. La fiesta de lanzamiento se hizo en una discoteca, con cocaína, con actrices. La crítica que salió en El Mercurio fue atroz, pero el libro se agotó en cuatro días. Si bien me dolía no ser aceptado, tampoco me interesó porque yo quería ser director de cine. Y entonces me envalentonaba, y pensaba: “¿Quieren pelear? Vamos a pelear”.
***
Si Daniel Alarcón, nacido en Perú y criado en Alabama, no hubiera recibido una beca del programa de escritura creativa de Columbia y no hubiera tenido como profesor a un editor de la revista Harper’s y si ese editor no hubiera mostrado interés por sus textos y no le hubiera dado la tarjeta de Eric Simonoff, un agente literario, y si Simonoff no hubiera firmado contrato con él y si el editor del New Yorker no se hubiera retirado dando así lugar a que la editora que lo continuó quisiera dedicar un número a nuevos escritores, y si Simonoff no le hubiera hecho llegar a esa editora un relato de Alarcón y si esa editora no lo hubiera publicado, ese relato no hubiera despertado, como despertó, el interés de tantas editoriales y es probable que su primer libro, Guerra a la luz de las velas jamás se hubiera editado en Harper Collins en 2007.
—Una profesora me dijo: “Solo puedes escribir tu primer libro una vez, nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”. Ahora he visto a muchos amigos que han fracasado, he visto a gente criticando escritores que nunca ha leído. Esas cosas son parte de perder la inocencia. Uno ya no vuelve a tener la sensación de escribir solo para uno mismo, sin pensar en la crítica ni en los lectores.
Los primeros libros son inevitables (para que haya un segundo debe haber un primero) y esa inevitabilidad tiene momentos altos, si se piensa en ponemos Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Céline, o La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Pero, a veces, la inevitabilidad es simplemente la inevitabilidad.
—A mis dos primeros libros los desheredé, los quité de las contraportadas —dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, que, en los noventa, envió una novela a tres editoriales de Colombia y fue rechazado por las tres—. Al fin, la llevé a Magisterio y la aceptaron. Tenía 23 años, era 1997, todo me parecía un sueño. Firmé el contrato y me mudé a París. Allá recibí el libro, que se llama Persona. Ese libro y el segundo fueron escuelas de aprendizaje, sobre el segundo, que fue una gran lección acerca de todo lo que no se debe hacer. No creo que uno deba aprender en público y por eso los quité.
Para el escritor argentino Martín Kohan, autor de Bahía Blanca, la primera publicación fue consecuencia de una paradoja blindada.
—La condición que me ponían las editoriales grandes para publicar un primer libro era tener ya publicado un primer libro. Había un grupo de escritores que estaban formando una editorial, y me acerqué. En 1993 salió La pérdida de Laura, en Tantalia. A la novela le fue bien, tuvo buenos comentarios, y entonces fui a Sudamericana. Yo había cumplido mi parte. Ahora quería que el sistema editorial cumpliera con la suya. Y en efecto, me publicaron mi segundo libro. Yo creo que el primero me abrió una posibilidad de publicación. Hasta ese momento me parecía imposible que alguien pudiera editar un libro mío.
Para el colombiano Andrés Felipe Solano, el primer libro publicado —Sálvame, Joe Louis, Alfaguara, 2007— fue, también, el primero que escribió.
—Yo era periodista, y la editora de Alfaguara me preguntó si tenía una novela. Yo estaba en eso, así que se la envié y me dijo que la quería publicar.
Lo difícil vino después, porque Solano estaba haciendo una labor de periodista encubierto en Medellín, trabajando como obrero en una fábrica para contar cómo se vive con el salario mínimo.
—Yo no podía contarle a nadie, y mi editora me llamaba y me decía: “¿Qué estás haciendo en Medellín, vendiendo un riñón?”. Tuve que ir a firmar el contrato a una notaría, y, como yo ya vivía con mi sueldo de obrero, la pequeña cantidad de dinero que tuve que pagar me descompletó el bus de la semana.
El argentino Ariel Magnus publicó su primer libro, Sandra, en 2005 y en Emecé pero, para entonces, ya había escrito decenas.
—No quería publicar, porque me parecía una traición a la libertad. Pero cuando me escribió el editor de Planeta que había leído unas notas mías en un suplemento para preguntarme si tenía algo de ficción, fue una alegría. Cuando fui a ver la tapa, el nombre del autor era Ariel Manguel. Pensaba: “A lo mejor lo ponen así por alguna razón”. Y no dije nada hasta que me dio miedo y dije: “Che, yo me llamo Magnus”. Y lo cambiaron. Pero la publicación de un libro es el antievento. Al principio, vas a las librerías y no está, no salen reseñas. Y sin embargo, para alguien que escribe hay un antes y un después de ser publicado.
***
Lo primero que publicó el argentino Pedro Mairal fue un libro de poemas, en 1996, y, si se comparan la discreta repercusión y los delicados comentarios que recibió ese libro con los de su primera novela, el resultado es porno duro.
—Yo había escrito Una noche con Sabrina Love, y un día un amigo me pasó las bases del Premio Clarín y la mandé. La novela ganó el premio en 1998. Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador. Era una máquina de mercadeo puesta al servicio del libro, pero una máquina. Sentí que tenía que recuperar el silencio, hacerme invisible. Como si todo eso me quedara grande. Así que estuve cinco años sin publicar. Pero creo que el primer libro es importante, porque empieza a quedar claro un rol que era confuso: antes la gente se preguntaba, “¿y este qué hace?”. Después, sos el que hace libros.
La escritora argentina Samanta Schweblin publicó su primer libro para demostrarle a su familia que ella no estaba hecha para eso.
—Creían que yo merecía el Nobel, y para demostrarles que estaban equivocados junté diez cuentos y los presenté a dos premios y gané los dos. Después dejé el manuscrito en la recepción de Planeta, y al tiempo recibí un mail diciendo que me iban a publicar.
Se llamó El núcleo del disturbio, se publicó en 2002, y tuvo reseñas muy buenas.
—Pero fue devastador. Los periodistas me hacían preguntas como en qué tradición literaria me enmarcaba, y yo no entendía nada. Me asustó, me destrozó, deje de escribir durante dos años. Yo era muy chica. Mi segundo libro salió recién siete años después.
En los primeros noventa, Mariana Enríquez, argentina, autora de Cómo desaparecer completamente, tenía 21 años y estudiaba periodismo. Tenía una novela escrita, pero no había pensado en publicarla. Una periodista, hermana de su mejor amiga, se la pidió y la presentó a Planeta. Bajar es lo peor se publicó en 1994 y, aunque casi no salieron reseñas, esa historia atravesada por las drogas y el amor gay armó revuelo.
—Fue atroz. Me llevaban a programas de televisión bizarros, el 80% de las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o narrativistas, y yo no tenía idea de qué era eso, entonces di una respuesta muy ignorante: “Bueno, me gustan las dos”. Durante mucho tiempo ese libro me dio vergüenza, como un peinado adolescente. El segundo es de 2004, para que veas el tamaño del trauma.
***
Más allá del cliché autor que se desloma trabajando en una oficina y embiste tozudamente contra el sistema editorial, los caminos de la publicación son, a veces, tan insondables como simples. Juan Pablo Roncone es chileno y estudia abogacía, pero siempre quiso escribir. Una amiga le avisó que una editora, Andrea Palet, estaba recibiendo manuscritos para su editorial, Los libros que leo. Roncone le envió relatos, Palet los leyó y el resultado fue Hermano ciervo, un suave y prestigioso suceso de 2011. La misma editora, en 2005 y cuando trabajaba en Ediciones B, recibió una novela de ciencia ficción del amigo de un escritor al que estaba editando. La publicó y la novela, Ygdrasil, fue un éxito de ventas y de crítica.
—Hoy —dice su autor, Jorge Baradit— hay literatura fantástica chilena. Antes no había. Y no me cabe duda de que fue por Ygdrasil y por Andrea Palet.
El argentino Carlos Busqued, autor de Bajo este sol tremendo, finalista del Premio Herralde en 2009, es ingeniero metalúrgico, trabaja armando libros en una universidad tecnológica de Buenos Aires, y cuando mandó la novela al premio era un desconocido perfecto. “Cuando lo contraté”, cuenta Herralde, “le escribí a nuestra jefa de prensa en Buenos Aires, pero ella no tenía ni idea de quién era, ni tampoco ninguno de sus amigos escritores y periodistas”.
—Mandé la novela al premio porque era el único que no especificaba cantidad de páginas, y mi novela era muy corta. Herralde me mandó un correo que decía: “Estás entre los diez finalistas, y aunque no ganes te quiero publicar”. Recibir una muestra de respeto de una persona como él es importante. Es como si hubiera tocado jazz una sola vez en la vida y el disco me lo hubiera publicado Blue Note. Pero no me cambió la cotidianeidad. Yo tengo que seguir yendo a laburar y poner cara de “qué interesante es esto”.
El mexicano Juan Pablo Villalobos trabajaba en Barcelona en una empresa de comercio electrónico. Después de que en México le rechazaran unos cuentos, escribió una novela que fue rechazada en tres editoriales de México y de España. Un día, mirando las novedades de Anagrama en la web, vio que estaba abierta la convocatoria al premio Herralde.
—La mandé pero asumí que no iba a ir a ningún lado. Cuatro meses después Herralde me mandó un mail diciendo que quería hablar conmigo.
El día de la cita, Villalobos se sentó a esperar en la recepción de Anagrama, entre las fotos de Vila-Matas, Paul Auster, Sergio Pitol.
—Pensaba, “joder, es como el peso de la tradición literaria”. Ese día Herralde me dijo: “Si yo fuera un editor serio no te publicaría, porque nadie te conoce, pero la novela me gustó”. Cuando publicaron Fiesta en la madriguera yo me seguí sintiendo tan escritor como antes, pero la mirada de los otros cambia. El libro te legitima.
***
En Jérome Lindon, mi editor, Jean Echenoz, escribe: “He escrito una novela, es la primera, no sé si es la primera, no sé si escribiré otras. Todo lo que sé es lo que he escrito y que si pudiera encontrar un editor, estaría bien. Si este editor pudiera ser Jérome Lindon estaría, por supuesto, todavía mejor, pero no soñemos”. Lindon fue, en efecto, el editor de Echenoz, y la relación duró muchos años, hasta que Lindon murió, en 2001. El libro de Echenoz, escrito apenas después de esa muerte, es el recuerdo de esa relación entrañable. En 1998, el español Ricardo Menéndez Salmón trabajaba como profesor de filosofía y lo habían destinado a un instituto de Oviedo. “Una noche en que tenía una hora libre, subí a mi departamento y me encontré a un compañero, Benito García Noriega, ojeando unos papeles. Eran unas galeradas del Viaje sentimental de Laurence Sterne. Descubrimos dos cosas: que él, aparte de catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela. Benito me pidió que le mandara el manuscrito. Se lo dejé un viernes por la tarde y el sábado por la mañana me llamó entusiasmado. En febrero de 1999, KRK publicó La filosofía en invierno. Huelga decir que el libro pasó desapercibido. Hoy no solo ha conocido una segunda edición en KRK, sino que ha sido traducida al francés, lo cual no deja de causarme asombro y un raro sentimiento de gratitud: hacia Sterne, hacia el azar y hacia las viejas y románticas relaciones entre editor y autor”.
Fabián Casas, argentino y autor de Los lemmings, llegó a la publicación porque Juan Gelman, a quien había conocido en un encuentro de poetas, le presentó a José Luis Mangieri, editor de Tierra Firme, que lo leyó y lo quiso publicar. El resultado fue Tuca, elegido como el mejor libro de poesía de 1990 en Argentina.
—Mangieri era una persona increíble. Cada vez que yo andaba mal de plata, venía a verme. Cuando se iba, me había dejado plata escondida debajo de los libros que me traía de regalo. Lo mejor que me dio Gelman fue a José Luis Mangieri.
Hace unos años Mangieri se enfermó y, junto a su cama, turnándose con sus hijos para velar la agonía, estuvo Fabián Casas. Así, aun sabiendo que cargaría para siempre con esa muerte en la memoria, acompañó, hasta el final, al hombre que lo había ayudado a alumbrar aquel principio.
(*) Periodista y escritora argentina
FUENTE: https://elpais.com/cultura/2012/08/09/actualidad/1344527856_447139.html?id_externo_rsoc=FB_CC
———- O ———-