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Hay lugares que no se olvidan, aunque la vida los lleve a cientos o miles de kilómetros. Yacuiba, aquel pueblo-frontera en el Gran Chaco boliviano, es uno de esos lugares. Allí nació Fidel Carlos Flores, un 25 de mayo, entre el rumor del viento sobre los quebrachos y el susurro del Tumpa que corre hacia el horizonte. Cada amanecer en Yacuiba era un cuadro de colores cálidos: la tierra rojiza, los cielos infinitos, los charcos que reflejaban la luz como espejos diminutos, y el aire cargado de aromas de monte seco y hierbas silvestres.
La infancia de Fidel transcurrió entre ulinchas y volantines, carreras descalzas por senderos polvorientos, juegos en patios que olían a tierra mojada y leña quemada, y risas que se mezclaban con los cantos de aves y el murmullo de los animales del Chaco. Aprendió a escuchar la tierra, a leer el cielo, a sentir la llegada de la lluvia como un regalo ansiado después de largos días de sequía. Cada rincón, cada sombra, cada sombra de árbol tenía una historia, y cada historia llevaba la memoria de generaciones.
Desde joven, la palabra y la comunicación fueron su territorio. En la antigua Radio Chaco, Fidel comenzó produciendo programas de música juvenil y redactando revistas dominicales, llevando en cada letra la voz de su gente y el pulso de la región. Tras concluir el bachillerato en el Colegio “Germán Busch”, se trasladó a La Paz, donde continuó su formación, colaborando en programas radiales deportivos y aprendiendo a conjugar la pasión con la disciplina del periodismo. Pero la convulsión política y el cierre de las universidades en 1980 lo empujaron meses después a México, un país que le abrió caminos y le ofreció nuevos horizontes, aunque nunca logró reemplazar la nostalgia de su tierra.
En la Ciudad de México, Fidel se formó como periodista en la Escuela “Carlos Septién García” y estudió Economía Política en la Universidad Autónoma Metropolitana. Fundó la publicación “Aquí Bolivia”, colaboró en medios y programas de televisión, y mantuvo siempre presente el eco de los llanos, el calor del sol chaqueño y la memoria de su infancia. En Santa Cruz de la Sierra, años después, creó la revista “Punto y Aparte”, promoviendo el talento de estudiantes y jóvenes que buscaban contar sus historias, mientras continuaba enseñando, escribiendo y llevando la esencia del Chaco a cada aula y redacción.
Fidel Carlos Flores es un caminante entre mundos, un viajero que lleva Yacuiba en la memoria y en la palabra. Los sonidos de su tierra natal —el canto de los pájaros, el crujir de la tierra seca, la risa de los niños corriendo— resuenan en su voz y en sus textos. Los aromas del monte y del rancho, del pan recién horneado y del humo de la leña, habitan sus recuerdos y se filtran en su poesía y periodismo. Cada regreso a México o a Santa Cruz es también un viaje interior, un diálogo entre el presente y la infancia, entre la distancia y la raíz.
Así, la vida de Fidel es un puente entre Yacuiba y el mundo, entre el Chaco y la ciudad, entre la memoria y la acción. Su historia nos recuerda que las raíces verdaderas no se pierden; que la tierra donde uno nace sigue viva en el corazón, y que la nostalgia no es tristeza, sino la certeza de que algo amado sigue acompañándonos, en cada palabra, en cada gesto y en cada proyecto que emprendemos.
Fidel Carlos Flores camina por la vida con el sur en la mirada, el Chaco en el corazón y la voz de su pueblo resonando en cada instante, recordándonos que la patria no es solo un lugar, sino una memoria que se sostiene y se comparte, siempre.
(*) Escritor (fragmento del libro “Yacuiba: una región con historia”)
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UN HOMBRE, DOS TIERRAS: HISTORIA DE DON CARLOS FLORES

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En un rincón ventoso del departamento de Oruro, entre los años treinta marcados por la dura resaca de la Guerra del Chaco, vino al mundo Don Carlos Flores. Llegó a la vida en una Bolivia que todavía ardía por dentro, con las heridas recientes del conflicto entre Paraguay y Bolivia (1932-1935). Fue parte de una generación nacida entre ruinas, silencios, carencias y un país que caminaba con pasos cansados. Aun así, hombres y mujeres como él —sin saberlo, sin pedirlo, casi sin voz— sostuvieron sobre sus hombros la tarea de reconstruir una nación que buscaba levantarse.
Cuando hoy, a sus 93 años y ya residente (varias décadas) en México, Don Carlos afina la mirada hacia el pasado, es como si abriera un baúl antiguo, de esos que guardan fotografías sin revelar. Allí encuentra un jueves de 1938. Dice que es su primera imagen nítida de la infancia. Se ve pequeño, con apenas cinco años, la ropa gastada por el uso y por el clima, acompañando a su madre, Paula Flores. Ambos de rodillas, a la luz fría del amanecer, dando una vuelta alrededor de la iglesia de su comunidad. El viento de la pampa mordía las manos, pero él se aferraba a la de su madre como quien se aferra al mundo.
En el pueblo convivían obreros de la fábrica de cerveza —motor económico local— con familias campesinas que vivían de la tierra y de sus ovejas. Era una comunidad sencilla, dura, hecha de jornadas largas y de esperanzas cortas. Allí Carlos era el menor de cinco hermanos.
A los siete años, la muerte le llegó sin aviso y sin consuelo. Su madre falleció a los 35 años, en la cocina de su humilde casa. No hubo médico ni enfermera para asistirla; en muchos kilómetros a la redonda no había nadie para auxiliar a los enfermos. Le dijeron a Carlos que no saliera de su cuarto, y sin entender, escuchó murmullos y llantos al otro lado de la puerta. Tiempo después supo que ese día la tierra había abierto sus brazos para recibirla. Lloró su ausencia con dolor tardío, y aun así siguió caminando, porque en esos años la vida no daba tregua: la niñez era breve y la adultez llegaba antes de tiempo. Fue un tiempo en que miles de niños de la postguerra quedaron de golpe sin niñez, sin adolescencia y muchas veces sin padres.
Los años cuarenta llegaron con su propia carga de penurias: sequías prolongadas, hambres repetidas, tierras duras que no querían dar fruto. En medio de esa escasez, el niño Carlos alcanzó a completar tres años de escuela. También conoció a sus abuelos paternos, Santos e Isidora, y a los hermanos de su padre: Leonardo, Lázaro, Eugenio y Juana. Ese círculo familiar le dio algo de calor en un mundo adverso, pero la necesidad lo empujó pronto a emprender su propio camino.
Con 12 o 13 años —edad en que otros todavía persiguen sueños de juguetes— Carlos tomó una decisión que cambiaría su destino. No avisó a nadie: simplemente se subió a un tren que chirriaba en la estación y partió rumbo a la ciudad más cercana para trabajar. Fue panadero, ayudante de curtidor de pieles y aprendiz de cuanto oficio se cruzó en su camino. Aprendió a ganarse el pan con el sudor de cada día, y con el tiempo reunió un pequeño ahorro. Con él regresó a su pueblo decidido a abrir un taller de marroquinería. Le iba bien, pero un engaño lo dejó casi sin nada. Fue un golpe duro, pero no el último.
A los 17 años conoció a Enriqueta, una muchacha de 15, de mirada firme y paso seguro. Con ella formó una familia. Poco después tuvo que partir al servicio militar y, al concluir, ambos —aún casi adolescentes— dejaron su pueblo y marcharon a La Paz, persiguiendo mejores días. Al principio las cosas marchaban: Carlos trabajaba en una empresa ferroviaria tendiendo cables, y Enriqueta hacía de todo un poco para sumar al hogar. Pero la inestabilidad política estremecía al país, y la Revolución de 1952 los sorprendió de frente. Perdieron lo poco que habían construido y se vieron obligados a regresar a su pueblo, sin rumbo, pero sin rendirse.
Eran años de migraciones intensas, de caminos que se abrían hacia el oriente y el sur, de rumores sobre trabajos en las fronteras calientes del Gran Chaco. Allí fue donde Don Carlos, nuevamente, tomó una decisión valiente y definitiva: partir hacia el Chaco boliviano y argentino para probar fortuna. Por ese entonces se construía una vía férrea internacional, y el trabajo era duro pero constante.
Primero llegó a Tartagal, Argentina. Trabajó recolectando frutas en las quintas de inmigrantes italianos, aprendiendo nuevos ritmos de trabajo, nuevos acentos, nuevas maneras de ganarse la vida. Luego pasó a los aserraderos, a la apertura de sendas y brechas entre maderas y mosquitos, hasta que se convirtió en hachero. La fuerza de su brazo era su carta de presentación.
A mediados de los años cincuenta, el destino lo llevó definitivamente a Yacuiba. Allí encontró un lugar donde echar raíz. Se incorporó como ayudante de maquinista y luego trabajó en los talleres de la Comisión Mixta Argentino-Boliviana. Enriqueta, con la misma entereza de siempre, criaba a sus hijos y manejaba un pequeño comercio que, de tan limitado que era al inicio, cabía en una caja; con los años fue creciendo, como crecía también la familia.
Carlos y Enriqueta adoptaron a Yacuiba como tierra propia. En aquellas calles polvorientas nacieron sus hijos, que crecieron bajo el sol chaqueño, entre trenes, mercados, temporadas de abundancia y temporadas de apretarse el cinturón. Con trabajo, cariño y voluntad, la familia Flores contribuyó a la construcción de ese pueblo que empezaba a expandirse, primero tímidamente, luego con paso firme.
Los caminos de la vida también condujeron a Don Carlos al servicio comunal y al sindicalismo. Integró el directorio de los taxistas “1º de Mayo”, participó en la Asociación de Comerciantes del Mercado Central y apoyó diversas organizaciones del naciente tejido social yacuibeño. Su voz, siempre pausada pero firme, acompañó decisiones y reclamos de una región que buscaba hacerse escuchar.
Cuando recuerda esos años, Don Carlos hace una pausa larga. Luego sonríe, como quien vuelve a una tierra querida. “Seguido me sueño con mi Yacuiba —dice—. En ese tiempo era solo la estación del tren, la empresa ferroviaria y seis calles principales. El resto eran granjas, ranchos y puestos. Pero la cercanía con Argentina movía todo; el comercio dinamizaba la economía y la región vivió varios ciclos a lo largo de las seis décadas que formamos parte de ella”.
Luego agrega, con una gratitud que se siente honda: “Trabajé y aporté al país desde el Gran Chaco. De allí salieron mis hijos: Francy, David, Eva, Carlos, Judith, Marlene, Manuel y Mirtha. Todos llegaron a la universidad, pero los conflictos políticos y las dictaduras militares los obligaron a buscar estudios en el exterior. Cinco de ellos emigra-ron para poder seguir adelante. Con el tiempo formaron familia con mexicanas y mexica-nos, y así nos quedamos por estos rumbos. Pero siempre que podemos regresamos. Yacuiba es nuestro origen, y yo le estoy agradecido. Allí crecimos, allí encontramos rumbo y allí dejamos parte de nuestro corazón”. (Fidel Carlos Flores).
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Fragmento del libro “Yacuiba: una región con historia” de Walter A. del Carpio Barroso
LA FORTALEZA Y PERSEVERANCIA DE MAMÁ ENRY. Crónica biográfica (*)

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Santa Cruz (julio de 2002). Nació en una población del departamento de Oruro a finales de la década de los años treinta. Su historia como la de muchos ciudadanos, hijos de la Post guerra (conflicto entre Paraguay y Bolivia de 1932 a 1935) fue de carencias, sufrimientos, esperanzas, lucha constante y fortaleza sin tregua, sin pausas. Sin saberlo, personas como ella construyeron Bolivia, su futuro y el de sus hijos.
El país empezaba a despertar de la semi esclavitud y del vil aprovechamiento de sus mayorías; la explotación de las minas de Estaño, era la principal actividad económica, en tal contexto se subsistía en duras condiciones de vida con profunda inequidad.
La población mayoritariamente indígena, irónicamente vivía sin derechos, en una Bolivia excluyente y machista de los años cincuenta. Una visión obtusa que reflejaba con énfasis la desigualdad en la ciudad y el campo. Eran otros tiempos y andares y en ese intenso caminar de multitud descubrimos un rostro, una historia, un retrato íntimo y digno que pudiera ser la de cualquier mujer, de este país.
Es precisamente en Huari población rural de Oruro, de donde vienen los primeros recuerdos a Mamá Enry (así la conocen sus 13 nietos y 8 hijos) quien mientras se expresa remienda unas cortinas en su máquina de costurar, se detiene un instante e inicia la plática: “Recuerdo cosas desde que tenía 3 – 4 años de edad, mi madre me cargaba en su espalda en un aguayo (manta) y me llevaba a la estación del tren a vender productos que cosechábamos en la estancia. Éramos pobres en extremo, pero en nuestra limitación era feliz”.
“Tenía una mínima cantidad de ropa que había que lavar en el rio y esperar a que secara para volvérsela a poner, después travesuras (jugar y atrapar zorros) y un autotrabajo infantil (recolección de una planta llamada yareta y venta de taquia, mismo que era usado como combustible, en la Cervecería Huari, única empresa de la zona) estas actividades nos servían para subsistir”.
Hábil para las cuentas pronto se convirtió en especie de líder para sus primos Víctor, Julio y otros amigos. Otra parte de su tiempo lo ocupaba ayudando en sembradíos de papa y cebada de la estancia, aún con tales actividades se sentía apreciada por personas mayores ajenas a su familia, a quienes escuchaba y preguntaba constantemente.
Mamá Enry hace una pausa, con su mirada regresa al pasado y continua: “La gente campesina que emigraba a los pueblos y ciudades trabajaba por comida, los patrones se creían dueños de todo. Los trabajadores de la actividad minera estaban mucho mejor, sus necesidades eran subvencionadas, cuando salían del trabajo a medio día, los oficinistas, perforadores y dinamiteros entre otros, tenían comedores baratos con la mejor verdura y alimento que llegaba de Cochabamba”.
“Mi padre se llamaba Manuel Acho pero al ser reconocido y adoptado por otra familia parte de sus hijos llevaron otro apellido, rarezas de esos años. Mi madre Basilia Marcelo tuvo 5 hijos, Herminia, Esteban, José, Ana y yo, la hermana de en medio. Así las cosas mi padre marchó a la guerra del Chaco donde estuvo hasta el final. A su término regresó, pero con una herida de bala en el hombro, poco tiempo después falleció, entonces la situación se nos complicó dramáticamente. Mi hermano José se extravió siendo bebe y todos quedamos huérfanos al lado de nuestra madre, por otro lado el hambre y la situación extrema, arreciaba”.
“En ese contexto cuando tenía 5 años llego a la Iglesia de Huari desde Sucre, el sacerdote Jerónimo Flores y simpatizó conmigo. Él tenía varios hermanos propietarios de fincas, uno de ellos Teodoro (quien no tenía hijos) quiso saber más de mí. Hasta que en una ocasión que vino a visitarlo me conoció y también cause grata impresión, Don Teodoro me llevo a Sucre con su familia y así me convertí en su hija adoptiva, sinceramente me sentía muy bien”.
“Seis años me adoptaron Teodoro Flores y su esposa Jacinta Cárdenas, desde los 5 hasta los 11 años, afortunadamente en Sucre ingrese a la escuela y estudie hasta tercero de primaria, lo demás me lo enseñó la escuela de la vida”, remarca.
“Mientras tanto, mi abuela Andrea de Marcelo reclamaba mi presencia a mi madre, ante tal situación y en contra de mi voluntad tuve que regresar a los 12 años, otra vez al frío intenso, a cuidar ovejas y a vivir con necesidades. Ayude a mi madre y a mis hermanos dos años pero un día me canse de todo, y con un pequeño atado al hombro y la ilusión de 14 años, subí al tren y me fui a Oruro a trabajar como cocinera. Tiempo después mi madre vino a la ciudad y me regresó nuevamente al pueblo”. Continua.
“Pasaron dos años y aún adolescente hice mi familia junto a mi compañero Carlos Flores, ambos nos fuimos a La Paz (capital y sede del gobierno) a trabajar. Carlos hacia y vendía colchas de vicuña. Al principio nos iba bien pero la inestabilidad política era extrema. Vivimos la Revolución de 1952 y sus efectos. Por diferentes razones perdimos todo y regresamos al pueblo, entonces mi compañero se fue a buscar trabajo al Chaco, del lado Argentino (recién se estaba construyendo la vía férrea internacional). Me quede con mi hija Francy y esperando a mi segundo hijo, aun así tuve que trabajar de costurera, haciendo camisas, pantalones y vestidos para subsistir. En tales circunstancias nació mi hijo David”.
“En 1957 viaje a Santa Cruz de la Sierra por primera vez, pero luego de 6 meses regrese nuevamente al occidente. En 1959 regreso Carlos y emigramos juntos al Chaco Boliviano para establecernos en Yacuiba. Mientras mi compañero trabajaba en la empresa ferroviaria (Comisión Mixta Argentino Boliviana) yo me dedicaba a mis hijos y al comercio con poquísimas cosas, pero fuimos progresando y adoptamos al Chaco y Yacuiba como tierra nuestra. Allí nacieron nuestros hijos y ayudamos a consolidar dicho pueblo”.
“Antes Yacuiba era solo la estación del tren, la empresa ferroviaria y seis calles principales, lo demás eran granjas, ranchos o puestos, pero la cercanía e interacción comercial con Argentina, dinamizó la economía de la región, la cual tuvo varios ciclos durante las seis décadas que formamos parte de ella”.
“Trabaje y aporte al país desde Yacuiba, de allí salieron mis hijos Francy, David, Eva, Carlos, Judith, Marlene, Manuel y Mirtha, todos llegaron a diferentes universidades, pero por causas ajenas a nosotros, es decir, conflictos políticos y dictaduras militares, cuatro de ellos tuvieron que emigrar e irse al exterior a estudiar».
«Hoy a pesar de los altibajos de la vida me siento agradecida con Dios por cuidarme tantos años ya que todavía me encuentro optimista y activa, en realidad, me siento mal cuando estoy sin hacer nada. Finalmente espero que esta humilde experiencia sirva a nuevas generaciones”. Concluye, mientras se escucha más fuerte el pedaleo de su máquina ahora con más prendas para costurar.
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(*) Texto publicado hace 24 años, en su primera versión en “Punto y Aparte”, Revista Universitaria (pág.26), Comunicación Social Universidad Evangélica Boliviana. Santa Cruz, Bolivia, julio 2002.

