
—Últimas divagaciones post electorales
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La Paz (23/10/25). Tras la apabullante derrota de Tuto Quiroga en las elecciones pasadas, sucedió una explosión similar a la de una olla a presión que ha estado en el fuego, al parecer, desde 2006, año de la primera derrota electoral de esta extrema derecha: la del racismo.
Cuando uno critica esta enfermedad nacional recibe todo tipo de comentarios: “ignorante”, “masista”, “zurdo”, “empobrecedor”, “quieres vivir de bonos”, “resentido”, por parte de gente que se autopercibe “muy inteligente” y “educada”.
A lo largo de mi vida como empleado de gente muy rica (he tenido la fortuna de que la mayoría de mis jefes hayan sido muy buenas personas, eso sí, a diferencia de otros conocidos míos), y, ahora, como escritor (el escritor boliviano es, en su mayoría hijo de patrones y proviene de familias ricas), he notado que uno de los artículos que más se valoran de un sirviente o de un escritor de orígenes distintos es el silencio con respecto a ciertas cosas.
Cuando eres un obrero y te equivocas, puedes recibir una llamada de atención. A veces justificado, a veces injusto. Hay un salario de por medio que le da ese derecho al patrón. Pero, a veces, cuando al obrero no le importa tanto el salario y le da más rabia la injusticia, el que recibe el llamado de atención es el patrón que, como castigo por tal atrevimiento, puede despedirte y dejarte sin sueldo.
En el mundo de las letras nacionales, ser escritor –a pesar de tus orígenes morenos– te da cierto estatus ante los escritores hijos de patrones. Has demostrado que sirves para algo más que para lavar sus platos o sus autos o llevarles su comida, has escrito un libro y has ganado algún premio, por tanto, quizás, mereces compartir su mesa y charlar con ellos a un mismo nivel, pero hasta ahí nomás, no te lo creas tanto, antes tienes que demostrar que eres útil y merecedor de entrar a este pacto de clase que te protegerá.
En ambos casos, cuando eres bien portado y cumples con las reglas recibes algunos pequeños beneficios. Algo más de dinero o unas palmadas de felicitación, cuando eres empleado. Algunos libros gratis o invitaciones a eventos o contactos, cuando eres escritor. Y está bien, te dices, al principio, un poco más de dinero o un libro gratis nunca caen mal, este debe ser el orden del mundo.
El problema surge cuando quieres cuestionar este orden. Cuando lo cuestionas pierdes ese don que los patrones y sus hijos aprecian tanto: tu silencio.
Sucede que, al parecer, en ese mundo para el que el silencio es un bien tan valioso, existe algo que todavía lo es más: el juego de las apariencias.
Algo que valoro mucho del fútbol, cuando lo juegas, es la honestidad: si no le caes bien a alguien no es raro que venga y te lo diga de frente o que quiera meterte una patada a lo que, a su vez, tú puedes elegir si responder en el mismo tono o agachar la cabeza y disimular que no pasó nada. En el mundo de los escritores nacionales (a veces, cuando pienso en esto, siento que soy el chico de colegio fiscal becado –“ascendido”– a uno particular, costoso, y destinado al curso de los más corchos en la materia de Lenguaje y Literatura), en ese mundo decía, tan elitista, las apariencias lo son todo: si no le caes bien a alguien, sin dejar de sonreírte, por detrás va a borrar tu nombre de algún festival para poner a un amiguito de su misma clase social, o va a desaconsejar que cierto editor amiguito te publique, o, al reconocer tu estilo en algún concurso va a esforzarse para que no lo ganes, eso, sin dejar de sonreírte, como si tú también fueras un amiguito.
Luego comprendes que lo que se exigía de ti era servidumbre y, como cuando eras empleado, entiendes por qué la lambisconería es tan habitual. El servicio que se requería de ti era, ante todo, silencio, no decir todas estas cosas, sino sonreír y siempre sonreír sin que te importe nada más. Cuando eres un empleado rebelde, el jefe suele echarte, es sencillo. Si no eres un escritor servil, como nadie puede expulsarte de ese colegio particular, tus compañeritos te hacen la ley del hielo: dejan de hablarte o entre ellos hablan de lo desubicado (“resentido”) que estás, que ya no se te debería reseñar o incluir en tales antologías, etc.
Una de las cosas que más asco me dieron de la campaña de Tuto es que quisieron borrar con el codo esa fea mancha del racismo en su partido: disfrazándose con ponchos, besando indios, cantando en lenguas originarias, todo muy falso y desesperado. Encuentro una similitud en esta actitud con la de varios escritores de la clase alta: utilizar al otro, al de apellido o apariencia o raíces indias para lanzar una imagen publicitaria que, de alguna manera, convenza a los espectadores de que están del “lado correcto”. Para ser franco también me dieron mucho asco aquellos quienes prestaron los ponchos o se dejaron besar y abrazar por Tuto y sus acólitos: en esa actitud servil, carente de crítica y plena de silencio, hay ambiciones, babean por dinero.
Cuando uno nota estas cosas y, peor, cuando las dice en voz alta, ya que no puede ser despedido, se convierte en un resentido, una especie de odiador de la “gente bien”.
Hace unos días una señora que aprecio y respeto me escribió y me dijo que, luego de leer mis posts sobre el racismo de los “tutistas”, había llegado a la conclusión de que yo era un resentido. Le pregunté qué significaba esta palabra y me respondió que “el resentimiento es un dolor moral que se produce con consecuencia de una ofensa”. Entonces, yo le mandé varias capturas de la horda de facebookeros que habían dejado escapar su racismo en diversos posts luego de la derrota de Tuto (pongo las capturas en comentarios). Le pregunté qué opinión le provocaba leer estas cosas. Ya no me respondió. Se hizo parte del silencio que ella misma me exigía a mí.
Cuando alguien te dice “resentido” en realidad te está diciendo:
“Cállate. Deberías avergonzarte de decir estas cosas en voz alta”
“¿Por qué no puedes ser tan silencioso como nosotros?”
“¿Acaso no has entendido que la apariencia lo es todo? Sonríe y no dejes de sonreír”
“Tu voz lo único que hace es dividir. ¿Acaso no ves que Bolivia es casi un lugar perfecto, como en la familia Ingalls, de no ser por los resentidos como vos?”
Si esa señora me hubiera respondido, lo que yo le hubiera dicho es esto, luego de explicarle que no éramos enemigos ni que mi aprecio y respeto disminuían por haberme cuestionado:
Ambos somos gente privilegiada. Usted vive en una casa bonita en el centro, no es rica, pero no sufre de privaciones, tiene una linda familia y sus hijos han tenido una excelente educación. Y yo también, la escritura me ha dado más de lo que tenía. Lo que pasa es que, a veces, los privilegios te cierran los ojos y luego andas por la realidad como si estuvieras ciego. Haga un experimento inofensivo, vístase con pollera durante todo un mes, no con esas lujosas que se usan en el Gran Poder, sino con una de las que usan las mujeres que acaban de llegar del campo. Use las mismas abarcas para proteger los pies desnudos, abríguese con los mismos aguayos. Paséese por la ciudad. Vaya a los mercados populares, a los supermercados, a las tiendas de ropa de San Miguel, a la feria de la 16, que no se le escape ninguno de los lugares a los que uno va habitualmente, visite restaurantes caros así vestida. Notará cómo cambia la actitud de la gente a su paso. Avíseme si le parece justo. Avíseme si puede seguir callada.
Esa olla a presión que explotó tras la derrota de Tuto, esos insultos de la horda “no ignorante” del país, solo es el escalafón más bajo de un racismo que ha metido sus garras en todo, en diversas estructuras sociales e intelectuales, que se ha naturalizado tanto que, mucha gente, muchas buenas personas entre ellas, como la señora que me escribió, piden que no se hable de él, que se lo ignore así nada más, en nombre del “buen gusto” o de ese espejismo que se quiere llamar “unidad nacional”.
Pienso que el silencio te posiciona en un lugar o en otro. El silencio es una respuesta, es como decir “estoy de acuerdo” y ser un cómplice. Pienso que el silencio es la opción cobarde, hipócrita. Si el resentido es un cuestionador, entonces quizás sea algo bueno serlo.
Ahora, cuestionar no significa extender la cadena de odio, significa pensar, dudar de lo que a uno lo rodea. En este país estamos condenados a vivir los unos con los otros, como siempre. En algún momento, por el bien de todos, tanto el privilegio ciego como el servilismo ciego deberían terminar para que se pueda encontrar un punto de equilibrio justo, ese equilibrio, pienso, puede ser el inicio de esa utopía llamada “unidad nacional”.
Antes creía que el racismo en nuestro país algún día podría acabar. Ahora estoy convencido de que es una enfermedad incurable de la que no se quiere hablar precisamente por eso, porque no tiene cura. Las relaciones verticales, de patrones y sirvientes silenciosos, deben ser nuestra manera de afrontar la realidad desde siempre. Es triste, como estar a punto de caer a un pozo todo el tiempo. Con la cuerda en tensión permanente, nadie puede ver con calma el horizonte ni avanzar.
Sin embargo, a veces suceden momentos luminosos que te hacen pensar que no todo está perdido, como la derrota de Tuto y su millonaria inversión en publicidad que no hizo otra cosa que afianzar, en muchos de sus seguidores, la ilusión de que ellos eran la opción “más inteligente” y “educada”, fue como si la mayoría de la gente respondiera: “No somos robots silenciosos, mudos y tontos, a veces podemos hablar”. Esto es lo que celebro, no la victoria de ningún político.
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(*) Escritor, novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista y periodista (La Paz, Bolivia 1986). Síntesis biográfica: Es autor de las novelas Lluvia de piedra , El sonido de la muralla (Premio Interamericano Carlos Montemayor, 2016, México) y Reconstrucción. También escribe cuento y obras de teatro. Cuentos suyos recibieron numerosos premios en Bolivia y en el exterior, como el Premio de Cuento “Franz Tamayo”, 2017, Bolivia y el Premio Latinoamericano Edmundo Valadés, 2018, México. Algunos de sus textos fueron traducidos al quechua, portugués, bengalí y alemán y forman parte de diversas antologías nacionales e internacionales.