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El historiador británico Eric Hobsbawm, dice que mientras el siglo XIX es “el siglo largo”, el XX es el “siglo corto”. El primero abarcó los años comprendidos entre 1789 y 1914; es decir, desde la Revolución Industrial y la Revolución Francesa hasta el inicio de la primea guerra mundial. A su vez, el “siglo XX corto” se extiende desde el estallido de la primera guerra mundial hasta la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de la Unión Soviética. Abarca tan sólo 77 años: de 1914 a 1989-1991. Hobsbawm divide al siglo XX en tres partes:
I) Era de las catástrofes, porque contempla las dos guerras mundiales: 1914-1945.
II) Edad de oro del capitalismo, caracterizado por un periodo de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social: 1946-1973(1975).
III) Era del derrumbe, entre los años de 1975 y 1991. Etapa de descomposición, incertidumbre y crisis: ideológica, social, política y económica.
Además, Eric Hobsbawm sostiene que el mundo de finales del siglo XX fue cuantitativa y cualitativamente distinto al mundo que existía al comienzo, al menos en cuatro aspectos:
I) Demográficamente, el mundo de principios de siglo estaba sub poblado: apenas lo habitaban dos mil millones de habitantes. A finales de siglo la población se había triplicado.
II) No es ya eurocéntrico. Europa dejó de ser el centro de la riqueza, la inteligencia y la “civilización occidental”. Su lugar fue ocupado por Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial.
III) La tercera transformación es significativa. Entre 1914 y 1990 el mundo se convirtió en una “unidad operativa”, es decir, en una aldea global, debido al acelerado proceso de mundialización.
IV) La cuarta transformación es la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones sociales entre los seres humanos, y con ella la ruptura de los vínculos entre generaciones, es decir, entre pasado y presente.
Hablando de líneas del tiempo, siempre sostuve que después del atentado a las Torres Gemelas, el siglo XXI iba caminando muy lento; pero ha sufrido una sacudida. El Coronavirus irrumpió en el mundo de manera tan intempestiva y violenta, que ha causado un desorden en prácticamente todos los ámbitos. En lo que llevamos de este siglo es lo peor que nos podía pasar; analistas respetables han comparado los daños ocasionados por el Covid-19 con los de una guerra mundial, con la diferencia de que esta última batalla es mucho más global: no ha sido difícil explicar cómo un parásito surgido en los confines del mundo penetró en todos sus rincones en unos cuantos meses. Acabo de recibir, en línea, la Revista Ibero correspondiente al pasado mes de abril. Los editores se pusieron de acuerdo para formular una sola pregunta: ¿Cómo será la vida después del Covid-19? La interrogante es justa, pero de alguna manera prematura. En realidad tendrán que pasar algunos años para que podamos entender hasta qué extremo la pandemia sacudió la vida tal y como la conocíamos. De lo que sí estamos convencidos es que si algo vino a confirmar esta pandemia (del griego pandemos: toda la población), es que a pesar del desarrollo científico que caracteriza nuestro siglo, seguimos siendo vulnerables como especie humana. ¿Cómo dividirán los historiadores del futuro al siglo XXI y con base en qué criterios? No sabemos. Pero es absolutamente seguro que en la línea del tiempo de ese siglo, la epidemia del Coronavirus representará una de sus grandes fracturas, uno de sus más importantes puntos de inflexión.
A finales del siglo XX, un periodista le pidió al ya longevo filósofo alemán Jürgen Habermas (en junio próximo cumplirá 91 años), que describiera en pocas palabras la centuria que se esfumaba. El filósofo fue elocuente: “El siglo XX fue un siglo que inventó las cámaras de gas y la guerra total; el genocidio bajo mandato del Estado y los campos de exterminio; el lavado de cerebro, el sistema de la seguridad del Estado y la vigilancia panóptica de pueblos enteros. Este siglo produjo sin duda más víctimas, más soldados caídos, más ciudadanos asesinados, más civiles ejecutados y minorías expulsadas, más personas torturadas, violadas, hambrientas y congeladas; más prisioneros políticos y fugitivos de lo que nadie nunca habría imaginado. La violencia y la barbarie determinan el signo de la época”. Estoy de acuerdo con Jürgen Habermas, aunque en muchos otros aspectos el siglo XX fue un siglo luminoso. Como digo, creo que todavía no estamos en condiciones de precisar los rasgos más sobresalientes del siglo que nos tocó vivir, si bien es cierto que en poco tiempo el siglo XXI cumplirá sus primeros 25 años. Yo pienso, sin embargo, que el rasgo distintivo de nuestro siglo no será la violencia y la barbarie, sino la catástrofe ecológica, que está en la base de casi todos los problemas que nos aquejan.
El escritor francés George Steiner, recientemente fallecido, ha dicho que una cita, por extensa que sea, hace escasa justicia a su profundidad. Quizá por esta razón –y porque hoy más que nunca viene al caso–, reproduzco en seguida parte de la introducción del libro La miel y la cicuta, del médico y ensayista francés Jean Hamburger. Una maravilla de ascesis.
«He pasado mi vida buscando los secretos de la sabiduría. He leído los libros, he escuchado a los filósofos, he visto a los hombres vivir y morir, he admirado los mitos y los sistemas, he envidiado la serenidad de algunas almas religiosas, he intentado fabricarme imágenes coherentes y reglas de vida que no dejaran lugar a la duda, he esperado que la medicina de los cuerpos me diera las claves de una medicina de las interrogaciones, y la biología las claves de una inteligencia de la condición humana. Pero no estoy satisfecho. Y me asombra, tanto como el primer día, ver a los hombres aceptar sin desesperación su extraña aventura, la mezcla de miel y cicuta que se les sirve. Cierto es que el juego está magistralmente disimulado. La vida no sólo está erizada de amarguras y de absurdos, de irrisión y de engaño; también tiene el sabor de las alegrías y de las ternuras, cielos admirables y rostros consoladores; pastel envenenado cubierto con una capa de dulce».
«Uno de los subterfugios para la víctima consiste en cerrar voluntariamente los ojos ante esta ambigüedad, enseñar a nuestro propio pensamiento a olvidar lo doloroso y lo absurdo, volverse sabio por omisión. Sólo contarán las horas felices, los placeres y las risas, la dicha de emprender y de crear. La tibieza bienhechora de las amistades y los amores. Echaremos a pérdidas y ganancias las horas amargas. Olvidar, no ver, olvidar. Hasta olvidar, sobre todo, la desgracia de los demás. Ejercicio que algunos parecen realizar sin esfuerzo. En cuanto a mí, soy de aquellos que no pueden encontrar la alegría de vivir en el olvido. Al que cierra los ojos ante el estado del mundo y las interrogaciones de la vida no se le ha prometido, empero, la paz. Aun sumergido, el problema continúa atormentando secretamente al que se niega a ver las cosas de frente. La serenidad y la dicha tranquila no pueden nacer sin una visión lúcida de la realidad. ¿Es posible ser felices con los ojos abiertos».
Estoy tratando de observar con los ojos bien abiertos todo lo que está ocurriendo, aunque en ocasiones resulta extenuante. Además, a la etapa vivencial de la epidemia, seguirá otra particularmente ardua a su manera: el tornado de escritura que tendremos que afrontar, y que se encargará, desechando lo que no valga la pena, de echarnos en cara todo lo que ya sabíamos, pero que creíamos ignorar por nuestra propia y absurda tranquilidad. Otra vez, ¿es posible ser felices con los ojos abiertos?
Arrastramos una crisis política estructural (partidos, instituciones, liderazgos y valores democráticos muy deteriorados), a ello se suma la llegada de una peste que ha descontrolando el frágil sistema sanitario. Por si fuera poco, la pandemia provocará una severa crisis económica que impactará con fuerza sobre los sectores deprimidos, con riesgos de que el desempleo, la desnutrición o la violencia entre otras consecuencias, nos acompañen por largo tiempo.
Estamos frente a una crisis multifactorial, y todos los caminos nos llevan a un laberinto oscuro y agobiante. La política que tendría que ser la gran herramienta para encontrar salidas a nuestra compleja y delicada situación, es la que nos hunde cada día más por el comportamiento cavernario o tóxico de sus actores.
Los personajes bilirrubìnicos de nuestra política, algunos dentro y otros fuera del gobierno, en lugar de pactar agendas políticas, sanitarias, económicas y electorales, se encuentran consagrados a incendiar los ánimos de la población, levantar cortinas de humo para sus fechorías políticas o económicas, y con ello están atizando las condiciones para que la crisis sea más severa, se pierdan mayor cantidad vidas, empleos, se divida más el país y juntos mascullando bilis como ellos, caigamos en el precipicio.
La errática conducción de la crisis sanitaria, las declaraciones incendiarias e irresponsables del ex presidente Morales, los viajes placenteros de ministros y arrimados al gobierno, las acusaciones burdas y autoritarias de Murillo de meter preso a troche y moche, además de su cínica carta, conjugada con la actitud belicosa de dirigentes chapareños y de otros enclaves, son el combustible para incendiar Bolivia, con la infame finalidad de que los pirómanos luego se disputen la salvación del país.
Es una obligación moral urgente e inmediata que el gobierno de transición, carente de legitimidad y con una legalidad agonizante, deje de hacer apuestas de que ganará las elecciones (texto calcados en las cartas de Murillo y la presidenta Añez a tiempo de observar una ley de elecciones), deben convocar al dialogo y dejar de usar la pandemia para hacer campaña y en paralelo distraernos con epítetos, adjetivos y estupideces que liban por redes sociales o medios de comunicación en rounds de ida y vuelta intrascendentes.
El sentido común enseña que dos males no llegaran nunca a convertirse en un bien. Los abusivos de ayer o los de hoy, no pueden seguir siendo actores de la conducción de la política boliviana, menos en una crisis tan dura como la que se aproxima. La política sin bilis y con dialogo que busque con grandeza y desesperación una gran concertación nacional es la única herramienta que podrá evitar que caigamos en el abismo sin retorno al que nos aproximamos.
La sociedad civil, y los militantes del partido desplazado del poder, así como de los que accidentalmente se encuentran en el gobierno, o en inocuas organizaciones políticas, deben obligar la renovación de cuadros y comportamientos políticos. La política de la bilis fracasó, nos ha intoxicado y puede liquidarnos igual o peor que el virus.
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(*) Licenciatura, Maestría (ENAH) y Doctorado en Historia (UIA)
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