Foto: © Carolina Servín
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Esta ciudad es agua. Sucesión de transparencias. Capas líquidas, una sobre otra, hasta volverse piedra a fuerza de tiempo. Aquí, adormilados, navegan los sueños: trajineras de siglos, tlaloques que surcan acequias de asfalto.
Camino por Avenida Madero y reconozco, a la caída de luz, las húmedas fachadas de palacios y palacios y partículas de memoria. Vago por el Pedregal, por el Canal de la Viga, por Río Churubusco. Me vuelvo sustancia. Lo que vemos no lo devuelven nuestros ojos, sino la metafísica de los cuerpos y las formas. Una ciudad es un holograma, indescifrable espejismo ideado por demiurgos. La ciudad es, porque se imagina. La ciudad, como el agua, resuena en el cuerpo.
La Ciudad de México es un acuoso palimpsesto. Es Tenochtitlan en medio de un lago. Un caldo de inundaciones virreinales. Es 1607 y 1629. Verdad de agua, cortina de agua donde surge una semilla de fuego, y las nominaciones de un primer mundo. Es tormenta que se extraña en tiempos de sequía y cambio climático.
Navega mi poema, este poema, por antiguas rutas junto a otros versos, junto a novelas y anhelos de otras, de otros. Toda ciudad es un poema-río. Toda urbe es una novela que fluye, total o fragmentada. Antología de deseos insatisfechos, de tenis colgados en cables, de sábanas al sol, de infidelidades.
Una ciudad es metáfora. La nuestra “existe, porque resiste” para recordar lo perdido. Es el presentimiento que se hace de ella. Aquí se navega el asfalto para no invocar a la muerte. Una vez, un amigo dijo que este lugar y mi esencia nocturna son la misma cosa. Es cierto Soy la cosa que me encierra y libera, entre delirios. Aquí se caminan callejones que fueron meandros.
La ciudad de México es un texto para leer, de forma íntima, a pesar del ruido. Mapa de deseos, de promesas truncas, de voluntades perpetuas que nos exhuman de la tumba. Al atravesarla, se atraviesan las almas de los otros. Es aquel fantasma que rescatamos. Una suma de fantasmas; acumulación de casas y símbolos. Aquí la gente tiene la carne suave, invisible, pura como las antiguas acequias.
De ella han hablado, con voz antigua, lánguida, aunque efervescente de memoria, Bernardo de Balbuena, Cervantes de Salazar, del Valle Arizpe, Novo, Monsiváis, Armando Ramírez. Han hablado Sor Juana, Madame Calderón de la Barca, Josefina Vicens, doña Cristina Pacheco.
Esta ciudad es lenguaje. Quienes la habitamos, somos sus significantes. Nadie ha desentrañado su significado. Toda ciudad es fuego líquido; móvil e infatigable crepitar de signos. Abrevadero de señales, de ánimos jóvenes al amparo de una cerveza para pasar la tarde: parranda de viernes de oficina que conforma arroyos de orín y posmoderno olvido.
Y se anda Eje Central o Avenida Reforma, mientras se persiguen los pasos del antiguo acueducto sobre avenida Chapultepec; se reconoce la memoria en los lugares: literarias y contemporáneas conversaciones en 5 de mayo… silenciosos secretos de estado en los oídos del bar La Ópera… balas de la Decena Trágica en la cacariza Ciudadela… tantos “Caifanes” andando de un sitio a otro mientras “la noche es joven”… El palacio negro, la Castañeda, antiguas cárceles, los manicomios de mujeres… Esta ciudad es un Apando. Es una Santa y una Rumba. Son los pasos beat, un mísero blues que arrastra madrugadas en la Roma… Me detengo de golpe. Hoy no hay marchas ni turistas. Ni merolicos o botargas. Los mariachis han callado en el Tenampa. Despierto de la larga vigilia que es la existencia. Sobre una avenida desierta, un taxi, Caronte azteca, espera conducirme a algún tiempo.
El azar construye rutas en la urbe de insomnio. Predomina el escrito del silencio. Este lugar es templo casual y causal, ramaje de épocas interminables. Gran hostal de corazones rotos. Este lugar es crudeza, ternura, y muerte. Es, como adivinó Reyes, un alto valle metafísico que se escapa de las manos, vertiginoso. Esta ciudad es continente de naufragios, arribo a tierras cada vez más ajadas. Tláloc contemplándose a sí mismo desde las arterias vacías, aunque palpitantes.
Hay capa bajo capa. Ríos bajo calzadas. Arroyos bajo casas. Ahogados en los cimientos de los rascacielos, sueñan los peces. Debajo de nuestro llanto más amargo, de nuestro dulce roce con otros cuerpos, el agua desfila con el rumor de acequia. Resucitamos a su paso. Esta ciudad es vida. Esta ciudad es lluvia. Somos gotas ardientes que surgen de su placenta, de su tibio, líquido e impetuoso vientre.
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(*) Escritor y Poeta
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