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Mientras el foco está puesto en la muerte del opositor ruso Navalny y las tintas se recargan contra Vladimir Putin por la guerra en Ucrania, Gaza sigue sangrando. Las lentes se afinan en las primarias de Estados Unidos que en noviembre premeditan su futuro y Donald Trump se acerca a repetir el mandato y, por si fuera poco, la Inteligencia Artificial nos da buenas nuevas todos los días casi sin entender qué se trae entre manos.
Pero hay también un hecho al que pocos en el gremio tratan por miedo, omisión, desconocimiento o desinterés. Cuando la libertad de expresión se pudre en una cárcel el rasgado de las vestiduras es la luz entre las tinieblas y una angustia estridente se hace vórtice en la punta del iceberg. Filosa, fuerte, amenazante y guay de nosotros los demócratas, los defensores de la libertad y de nuestros valores que son el legado que nos enciende. Así de encendidos y capaces de inmolarnos por la libertad de expresión estamos. Es curioso que hace muchos años las intimidaciones, las promesas de muerte, el encarcelamiento y ahora la extradición del australiano Julian Assange no sea objeto ni motivo de análisis y que las voces en favor de este osado periodista que desveló los secretos más secretos del alto poder político de Estados Unidos de América se escuchen con el volumen que amerita.
Cuando el silencio es cómplice la posición adoptada es clara. Cuando se esgrime una condena también. Para los dueños de la justicia en el mundo es un espía, un traidor, un incómodo sujeto que develó sus intenciones y los hechos, tanto de corrupción y su falsa diplomacia. La violación de la ley de espionaje data de 1917 y se basa en delitos políticos. Para la defensa del sector no hizo más que exponer crímenes de guerra y violaciones de los derechos humanos.
Ahora los más de 700.000 cables militares y diplomáticos estadounidenses (en Irak y Afganistán) obtenidos por Wikileaks podrían condenar a Assange por los Tribunales Reales de Justicia de Londres, pero también correrían similar riesgo los directores de grandes medios que en su momento verificaron, contextualizaron y publicaron las filtraciones de Wikileaks. Hablamos del New York Times (EEUU), The Guardian (Reino Unido), Le Monde (Francia), El País (España) y Der Spieguel (Alemania). Se trataría de ‘matar al mensajero’, un hecho que causaría un revuelo en el presente y futuro del periodismo mundial; un antecedente que pone en jaque a la libertad de expresión en toda su dimensión. En tiempos de Deep fake y de fake news, el periodismo es el último bastión que tiene el gran público que busca buena información, creíble y confiable, entre otras menudencias. “Cerrar el camino de los whistleblowers (informadores, denunciantes) es la mejor manera de proteger a los delincuentes de alto rango”, dice la periodista Soledad Gallego-Díaz. El derecho a estar informado está en peligro, así como ‘las democracias’ que condenan la libertad de expresión.
En las próximas horas, se define la situación del hombre que filtró documentos clasificados del Departamento de Estado a fines de 2010. Todo empezó en abril de ese año cuando Assange reveló el asesinato por error del ejército estadounidense en Bagdag, Irak, a dos periodistas de Reuters y varios civiles. Tenía en sus manos miles de documentos que le había filtrado. El analista de Inteligencia del ejército de EEUU, Bradley, entregó material clasificado a WikiLeaks y fue condenado a 35 años de prisión. Un día después anunció su deseo de ser mujer y cambió su nombre por Chelsea Elizabeth Manning. En 2012 fue acusada de ayudar al enemigo, provocar la publicación de Inteligencia del Estado y robar registros públicos, entre otros. En 2013 se declara culpable y pide perdón admitiendo arrepentimiento y el reconocimiento de haber puesto en riesgo la seguridad de su país, sin embargo, la sentencia fue conmutada en 2017 por el expresidente Barack Obama a pocos días de terminar su mandato.
Ese mismo año, un intento de asesinato sobrevoló por la Embajada de Ecuador en la capital londinense donde se refugiaba Assange en 2012. WikiLeaks continuó con algunas publicaciones. En 2019 la embajada de Ecuador le soltó la mano y fue arrestado por la policía británica. La justicia estadounidense lo acusó de espionaje. El Gobierno británico aceptó la solicitud de extradición y le negó el derecho de apelar. Julian Paul Hawkins, citado como Assange y que en julio cumplirá 53 años, permanece desde hace 5 años en la prisión de máxima seguridad de Belmarsh, cerca de Londres. Este programador, periodista y activista, además de fundador y portavoz del sitio web WikiLeaks no estuvo presente ni conectado en la primera jornada del juicio por problemas de salud.
En las próximas horas dos jueces revisan su situación que es muy complicada para él y no menos para los medios que publicaron aquellas informaciones y el periodismo que ejerce la libertad de expresión. El mensajero está acusado de 18 delitos de espionaje e intrusión diplomática y la intención es condenarlo a 175 años de prisión.
Si el modelo de negocios para el periodismo mundial estaba complicado con esta sentencia estará todavía peor, a punto de sufrir un golpe casi mortal que lo dejaría en terapia intensiva. Funesto antecedente que cerraría las puertas al periodismo de investigación, incluso para escribir una noticia breve.
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(*) Periodista (Argentina)
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