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S.C. 6/10/23). A lo largo de esta vida, ya larga, aunque siempre intensamente vivida, me pregunté infinidad de veces, quién soy. Las respuestas de mi mente y de mi corazón, siempre me parecieron insuficientes. Es que el interrogarse, casi siempre se acompaña de una dosis de temor. Temor de saber, temor de no ser lo que queríamos, temor a la posible rotunda claridad, que rompería un vasto ciclo de penumbras en el que me había acostumbrado a vivir. Es que, la soledad más profunda, se hace presente ante las preguntas más importantes.
Hay, claro, momentos en los que he sido yo, rotundamente, pero ellos son tan intensos, que en esos instantes no es posible reflexionar. No es posible aprehender un concepto en la filigrana abismal de la exaltación. El amor, por ejemplo. Allí, con la mujer que amas y te ama, uno no puede ser otro más que sí mismo, pero es también el perseguidor del espíritu que se exalta a la vez que el tuyo, junto al tuyo, y uno, llega a ser, durante instantes, nada menos, nada más, que un yo brevemente integrado, compartido, doble. Yo y ella, yo y tú, uno solo, más completo. Es que las pieles estallan, dejando salir las almas para que se entremezclen, se hagan una en la brevedad del relámpago. Y cuando se precipitan los frutos de la pasión de la entrega, uno va regresando a sí mismo, otra vez incomprensible, pero en la paz y la alegría que brindan el cuerpo y los brazos amados. Y en la paz y la alegría, se imposibilita el pensar.
Pero claro, después reflexionas y entiendes que uno para ser, debería serlo solo y completamente. Aunque el hecho de que seas o te sientas tú, estando amalgamado a otro bello ser de cabellos largos y de pechos de miel, de muslos que en su suavidad hacen vibrar todo el escaso espacio que ocupa tu vivir, de la dulce profundidad que desde sus ecos pronuncia tu nombre; no aquel que te identifica en el mundo de todos los días y en que no sabes realmente quién eres, sino tu nombre verdadero, impronunciable e irrepetible; todo aquello resulta en que para ser, necesitas ser dos, dos en uno, quiero decir, tú y ella, tú y yo, quiero decir. Al menos, esa fue mi experiencia, imperfecta, incompleta, quizá.
Hoy tengo 77 años y me sigo preguntando quién soy, quién fui. Es posible, que nunca haya conseguido hasta hoy, realmente saber. Y talvez la respuesta, para mí, sea la ya enunciada. Uno solamente es, cuando es dos, uno más uno, uno hecho de dos. Entonces quizá uno descubre efímeramente quién es, aunque después no pueda recordar más que la ya debilitada sensación de cuando estaba viviendo el amor. En consecuencia, hoy, con nostalgia, puedo recordar que por momentos fui, y ahora, en estos tiempos en los que aquellas fusiones ya no me son posibles, sólo me queda amar esos recuerdos, esos momentos de exaltación en los que todo yo, saltaba y me entregaba, me rendía en la claudicación que no conlleva deshonra. El amor, claro, el amor… La noche se avecina y yo me sumergiré en ella. Que la luz de aquellas conjunciones me acompañe, me justifique, me haga rotunda la certeza de que quede de mí, perdida en la inmensidad del universo, su pequeño resplandor, flotando entre los astros, como las alas infatigables del pájaro que cada mañana viene a posarse en mi ventana.
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(*) Andrés Canedo de Ávila (Cochabamba/Bolivia). Escritor, novelista, actor y promotor del teatro en La Paz. Trabajó como jefe del departamento de teatro del Instituto Boliviano de Cultura, en cuya gestión editó en 1978 la revista ‘Acto’ dedicada a la música y el arte escénico. También dirigió el elenco departamental de teatro de la Alcaldía de La Paz, con el que llevó a escena la obra ‘Antígona’ (1982), entre otras actividades culturales.
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