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Otra vez llegó septiembre. Otra vez septiembre se acaba, como cada vez que llega encendiendo flores en el sur y derramando hojas en el norte. Humedeciendo la hiedra y crujiendo colores ocres y rojizos en el suelo. Mostrando el eterno retorno para los hijos del destino. Avisando que, así como llega la primavera, llega el otoño. Recordando que la vida camina iluminada por la muerte.
Las gotas de rocío escurrieron lentamente por las pequeñas hojas de la planta de menta que se desparramaba por el suelo, con su perfume hipnotizador. Pensé que me gustaría compartir con ella muchos momentos sencillos con madreselvas, perejil y albahaca… Recordé del karma que nos unió y mantuvo alejadas en la actual encarnación. Siempre pensé en contar nuestra historia y dejar sin aliento a los lectores. Después, en un segundo momento, me dije a mi misma: – “¡Qué flojera!” “¿Para qué hacerla famosa después de tanto dolor?” Además, Louise Glück escribió: “Todos podemos escribir sobre el sufrimiento con ojos cerrados.” Porque es fácil y de alguna o muchas maneras, todos sufrimos.
El baúl forrado con cuero repujado, guarda las horas tibias, las mañanas amarillentas y las tardes cálidas. Porque nunca los días fueron iguales. También está el cuaderno de recetas y el libro de las prohibiciones. No olvidemos de la libreta de anotaciones, donde todo está escrito en borrador para poder desdecirse y decir que no fue lo que fue.
Caminé cada mañana en los miles de días que he vivido, esperando un cambio una reacción, cierta empatía y descubrí que las cosas son como son, no como queremos que sean y asumí que debería caminar por mi camino sin lamentar lo que no fue. Sin lamentar lo que no tuve. Vinieron días de lluvia y noches estrelladas y eso que llamamos tiempo pasó y pasó, de igual manera pasó eso que llamamos vida. Las arrugas surcaron el rostro y el pelo se tiñó de blanco, recordando aquél invierno con nieve, cuando yo era niña y tenía un abrigo de color amarillo quemado, miraba el pueblo cubierto de blanco y no entendía lo que pasaba. Tampoco ahora, no entiendo muy bien la cabeza cubierta de blanco. No sé qué hicimos para quedarnos así.
Entonces, de repente, en medio al torbellino de la vida alguien me da la noticia de que ella ya está de partida y varios sabores invaden mi paladar: el dulce de leche se mezcla con las cartas que dejamos de escribirnos; la carne de guayaba con queso, viene mezclada con los emails que no deben ser enviados, por si acaso hubiera algún virus; los sabores dulces vuelven con delicadeza al paladar, disfrazando las palabras en las llamadas que no hicimos. Un amargor supera la dulzura y es un sabor seco, cargado de frustración por todo lo que fue de mala manera y ahora no se va a arreglar.
A noche hubo luna llena. En algún lugar habrá una tormenta. Es siempre así, la placidez está equilibrada por su antagonismo y siempre será así. Porque cada cuna está ligada a una cruz.
Sobre el peinador, la cajita de plata. La abro lentamente, tal vez, buscando una lágrima. Entre rubíes, aguas marinas, brillantes y perlas no hay lágrimas. Desde el fondo de mis ojos tristes, tampoco encuentro lágrimas para ella. Las que hay, son por mí. Entonces, no brotan… “Las imágenes solas no emocionan, deben ir referidas a nuestra herida” – decía Alejandra Pizarnik. Veo que mi herida ya secó. No es mi momento y mis lágrimas están reservadas para mí. Es el momento de ella. Me pregunto si hay que llorar y desde el vacío, el eco de la nada me dice que no. La sufriente conciencia de existir, tiene una explicación para cada cosa y dice que te acostumbras a vivir sin la gente; y hace tiempo te acostumbraste a vivir sin ella.
La vida es sinuosa y sorprendente, tiene muchos cuartos donde encerramos los fantasmas y obsesiones. Eventualmente, hay personas que ya perdieron la cordura (según los demás) y perciben, con naturalidad, el fin de cada etapa, sin sobrecogerse. Porque saben que la fiesta continua sin las vestes que utilizamos hoy día. Escuchamos un ruido, como un crepitar. No es nada. Louise Glück Viene otra vez y dice: “Pero la muerte es real.” Sí, es real y necesaria para perdonar y ser perdonado, para bendecir y ser bendecido, para liberar y ser liberado.
Quiero una llave. Agarro, maquinalmente, el llavero y siento el peso de tantas llaves. Empiezo a sentirlas entre mis dedos, las miro una a una, en busca de la llavecita con apariencia antigua. Aquella forjada a mano, la que tiene un corazón… Busco la llave que va a cerrar este ciclo, en el mismo instante en que se pone el sol.
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