“El perro es el único animal que posee un sentido histórico del tiempo, pero jamás podrá ser un agente histórico; sufre la historia, pero nunca podrá reproducirla”. John Berger (1926-2017)
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Todo tiene un inicio.
Sí, puede ser una metáfora, un mito histórico, una figura literaria pero el punto es que Roma, capital del antiguo imperio romano, tuvo su origen primigenio en Rómulo, Remo y una loba ¿cómo, una loba? Sí, resulta que los hermanos Rómulo y Remo sobrevivieron amamantados por una Canis Lupus (origen del perro doméstico).
La leyenda dice que de los amoríos entre Silvia y el dios de la guerra, Marte nacieron dos hijos, que por pugnas, recelos y ambición, se ordenó asesinarlos. Sin embargo el encargado no fue capaz de cumplir la orden y los dejó abandonados en un río. La corriente los desplazó a otro lugar y fueron encontrados por una loba que los cuidó y alimentó durante años. Luego, serian ayudados por un pastor, que completó su crianza. Más tarde, vendrían traiciones, tragedias y desenlaces de sobrevivientes para después fundar Roma.
Torera.
Tendría dos años, de raza inescrutable o criolla como decían en aquel pueblo (una frontera de llanura y selva). Era una perra dócil y llena de energía, llegó a casa siguiendo a Doña Queta (matriarca de la familia); mujer humilde de recio carácter, que a pesar de bajos ingresos como todos los pioneros de aquel poblado, sacaba adelante a sus cuatro hijos (3 y un bebé) mientras su esposo trabajaba como obrero en una empresa binacional, llamada Comisión Mixta.
El “sin dueño, solovino o callejero”, era parte del paisaje del barrio. Se le había pegado en el mercado, siguiéndola cauto y alegre, cada vez que le gritaba ¡fuera perro, ushh! daba vueltas y brincos moviendo la cola. Su destino estaba en esa familia. Con su carisma y mirada se ganó a los hijos mayores que llegaban de la primaria y también a Don José Carlos.
A la hora del almuerzo, todos juntos comían en el cuarto del fondo (cerca de la parra). El nuevo integrante echado obediente, esperando turno.
Transcurría un verano apacible y normal, a pesar del extremo calor (años sesenta del siglo pasado) en aquel lugar.
– ¿Se va a quedar, verdad mamá? -Exclamó Ruth, la hija mayor.
– Umhh, no sé ¿A ver qué dice tu papá?
– Pues yo casi no estoy en la casa -replicó.
– ¡Eahhh! Sí se va a quedar, pero ¿qué nombre le pondremos?
– Ya sé la “Chocolata” -se respondió así misma, la hija.
Cómo si entendiera el animal -al contacto visual-, movía la cola, había sido madre porque de sus pezones –a veces- escurría leche. En general, los canes suelen desarrollar un instinto maravilloso, que los conecta con sentimientos y acciones de sus dueños (sean niños o adultos).
Después del almuerzo, mientras descansaban los padres, recostados en un petate (estera) bajo la sombra. Aquellos hermanitos jugaban con la perra y el bebé Daniel gateando, los perseguía.
– ¡Mira, la Chocolata, parece un torito, no se deja agarrar!
– ¡Parece una Torera! -soltó Doña Queta.
– Eahhh! Ahí está el nombre ¡Torera, Torera, Toooreraaaa!
Y mientras el juego sin estribos continuaba. Todos hasta Danielito “el travieso” hacían bulla, riendo. Era la infancia en plenitud.
Transcurrieron días y semanas de armonía familiar, hasta que una ocasión dejaron al bebé en la cama al cuidado de uno de los hermanos, pero como siempre jugueteaban entre ellos, en un descuido Daniel cayó de cabeza -sin hacer ruido- a un recipiente/balde con agua. Pudo ser una tragedia, de no ser que la hija mayor se dio cuenta y de inmediato lo sacó -casi ahogado- alzándolo de los pies. Pasado el susto y continuaron correteando, incluido Danielito.
Don José Carlos que trabajaba como ayudante de electricista, una ocasión se quedó un poco más con sus compañeros del taller. Coincidió dicho retraso, con una diligencia que tuvo que hacer Doña Queta y su hija en el mercado, quedando nuevamente el bebé bajo el cuidado de otro hermano.
Sin embargo, volvieron a descuidar al “gateador”, que se había acostumbrado a seguir a Torera y medio abrazarla. Así la alcanzó, pero ahora le llamó la atención sus tetillas con leche y se abalanzó a lactar de sus pezones, así estuvo un rato. Hasta que retornaron del mercado madre e hija para seguir cocinando y se encontraron de frente con un cuadro surrealista y macondiano, el bebé tenía alrededor de su boca liquido blanquecino, y ahí estaba echado y relajado junto a la perra.
¡Gulp! la madre no supo que hacer, regañó al hermano encargado y aún más al animal, que sumiso y de orejas caídas, metió el rabo entre las patas y con mirada “de yo no fui”, se alejó.
– Ojalá este niño no se enferme, la semana pasada lo encontramos comiendo carbón. Sería el colmo y tu papa todavía no llega –rezongó.
Años después, Torera se encontraba corriendo eufórica en la calle y…¡stroonch! Lo atropelló un carro, pero alcanzó a entrar a la casa y asustada se metió debajo de la cama grande, donde en las noches dormían los chicos. El bebé ahora convertido en niño, había sido testigo del grave accidente y fue detrás de ella, también se metió debajo de la cama llorando y la abrazó acariciando a una temblorosa perra que ya respiraba con dificultad. Allí murió Torera, en los brazos de Daniel, un niño gordito que medio siglo después, se convertiría en un incansable y trashumante viajero: Sensible, resiliente y querendón de animales.
En la actualidad, el viejo Daniel sigue escuchando los pasos de aquella Torera en sus sueños. Los perros son, de muchas formas, la idea mayúscula que tenemos de una lealtad, desprovista de mala fe.
Al respecto, un Premio Nobel, escribió: “La fidelidad de un perro es un don precioso que impone obligaciones morales no menos imperativas que las de una amistad con un ser humano. Pero, ¿hasta dónde uno es igual de leal que un perro? El hecho de que un perro me quiera más que yo a él, me llena de vergüenza. El perro está siempre dispuesto a dar la vida por mí, a lanzarse, digamos, contra un león que me ataca, a sabiendas de que perderá la lucha. Me defenderá, aunque sea por unos segundos. Pero, ¿y yo?”
Finalmente, unas veces, somos en la justa medida de nuestras querencias y despedidas, otras en la que faltamos y estamos ausentes. O quizás, como diría Gabriel García Márquez “Hay una ley de la memoria que hace que las cosas de la niñez se queden fijadas para siempre”. Agregaría sobre todo cuando tuvimos, mascotas muy queridas. O no?
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(*) Periodista EPCSG y Economista (UAM-A)
(Relato basado en fragmentos de la vida real)
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