“Cada hombre tiene derecho a decidir su propio destino.” Bob Marley
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Miro el día nublado de febrero, mientras un perro duerme tranquilo en plena acera, donde disputan el espacio las vendedoras ocasionales de verduras. Un ciego, con su bastón, cruza la calle con paso firme, tal vez, él tiene la certeza de que ningún auto le va a atropellar. El tráfago automovilístico desordenado, causa miedo a los espectadores.
El mundanal ruido, me causa inseguridad, quizás, sea el reflejo del miedo e inseguridad aprendidos en la lejana niñez.
El perro, tal vez sueña que una de las vendedoras le dará un hogar al final del día, y mañana ya no estará durmiendo y soñando en la calle o buscando algo de agua o de comida. El perro que duerme y sueña en la acera, sabe que el destino ya está escrito, por eso, sabe que cualquier situación puede cambiar de un momento a otro, nada es para siempre.
Las vendedoras, sentadas lado a lado, pregonando arvejas, zanahorias y otros, saben que el destino es un poder sobrenatural o plan que guía la vida humana y la de cualquier ser a un fin no escogido. Ellas piensan, que deben aceptar los designios del destino sin contestar, porque no saben que tienen libre albedrío.
El ciego, esquiva la muerte al cruzar la calle y recuerda que Shakespeare dijo que: “el destino es quien baraja las cartas, pero que somos nosotros quienes las jugamos”, entonces, si su destino es morir atropellado por un automóvil, en el tráfago caótico y desenfrenado, morirá.
El tráfago automovilístico caótico, responde a la dejadez de las autoridades; el no importismo de las autoridades es un signo de incumplimiento de deberes que causa profundos problemas a la ciudadanía y no tiene nada que ver con el destino; apenas se relaciona con la corrupción.
El día nublado de febrero, inesperadamente, es asaltado por un fuerte ruido confirmando los traumas aprendidos en mi lejana niñez.
Una colisión entre dos automóviles despierta al perro de su sueño y calla el pregonar de las verduleras, que empiezan a lamentar, en voz alta y potente, la tragedia que acaba de suceder. Mientras el ciego, con su paso firme, agarrado de su bastón, calcula los segundos que le alejaron del hecho fatídico, sigue su camino sin escuchar la voz de uno de los testigos que afirma, vehementemente, que todo ocurrió porque uno de los vehículos desvió de un ciego que apareció, sorpresivamente en su carril y si desviara al otro lado pisaría a las verduleras y al perro en la calzada.
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