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Creo en el destino. Y por esas cosas del destino, fui a vivir en el norte de Potosí en mi juventud. Fue una especie de exilio voluntario…
Existen muchos tipos de exilio; como el exilio político, por ejemplo, que lo sufren los dirigentes sindicales por su capacidad de mover un amplio sector de la población, con ideas que representan un gran peligro para el gobierno de turno; pero, después que las cosas se calman los exiliados políticos vuelven a su lugar, o sea, al añorado suelo patrio.
También existe el pseudo exilio político, al que se acogen los políticos corruptos o empresarios que tienen cuentas pendientes con el Estado, con el fin de encubrir sus actos delictivos y fraudulentos. Cuando cambia el gobierno, si el nuevo gobierno es de los suyos, vuelven para seguir enriqueciéndose. En caso, no fuera oportuno, permanecen en el país que les acogió, ya que da igual ser rico en cualquier parte.
Entre otros, se encuentra el famoso exilio dorado, que es el que buscan muchos sujetos oriundos de los países emergentes, que no tienen mayores perspectivas en sus vidas, entonces debandan de su patria en busca de días mejores en un país rico; estos individuos ya no se interesan en volver a radicar en su tierra, pero, eventualmente, suelen visitarla para presumir que viven afuera, pues, para esos exiliados, radicar en el exterior es la mejor carta de presentación.
Por mí parte me acogí al exilio voluntario, salí de un país con mejores condiciones al país que me acogió, y a condiciones de vida inferiores a las condiciones que tenía en mi país. No regresé a mi suelo patrio, pero, el ser extranjera fuera de mi patria, no es mi carta de presentación; más bien es una circunstancia que sirve para que yo me sienta y me perciban como más nacional que muchos nacionales, por haber elegido con el corazón la nueva patria.
Esa pequeña digresión viene a que en mis años jóvenes fui a radicar al norte de Potosí, en una especie de confinamiento voluntario; fui a vivir en el famoso centro minero Siglo XX-Catavi. Allá donde el invierno ladra en las calles casi todo el año. Allá donde el cuerpo humano tiene que soportar una altitud de más de tres mil quinientos metros en la calle; pero, cuando un trabajador minero tiene su paraje muy abajo en el subsuelo, él tiene que descender al infierno y trabajar en calzoncillos por el sofocante e insoportable calor.
Llegué a las minas, después del Decreto 21060; en el momento en que los mineros de Comibol ya se habían ido; cuando terminó la fantasía de vivir en un campamento minero con todo subsidiado. Llegué cuando la Marcha por la Vida, había asustado de muerte al gobierno y marcado un hito en la historia nacional. Cuando las cooperativas mineras se habían instalado y unos pocos mineros se negaban a retirarse de Comibol. Los campesinos en búsqueda de ascensión social en una metamorfosis inaudita se volvieron los nuevos mineros. Muchos ex mineros de Comibol fracasaron en la ciudad y regresaron a Siglo XX- Catavi para intentar esta vez, como cooperativistas mineros.
Fue muy interesante participar de la vida del país en un momento tan crucial. Un momento de tantos cambios. Un momento de tanta lucha.
Los ex mineros de Comibol, abandonaron los centros mineros en una fiebre citadina, llevando sus muebles y demás pertenencias, su prole y la acreditada indemnización del tres por uno, que creían era suficiente para ser ricos en un centro urbano.
La burocracia gubernamental tardó, si mal no recuerdo, dos años para conformar las cooperativas mineras, con la intención de que los mineros retirados se relocalicen. Pero, por muchos factores, en el intrincado de la administración pública, las cosas se escaparon de la lógica esperada. Muchos de los ex mineros de Comibol, en vez de ir a conformar las cooperativas mineras, se quedaron a engrosar el caos socio económico de los centros urbanos. Los campesinos aparecieron en escena y fueron rumbo a las minas.
En aquel momento histórico, tan importante en la vida nacional, los campesinos en busca de ascensión social, abandonaron el campo y fueron, apenas, con su fuerza de trabajo y sus hijos a poblar los campamentos mineros abandonados y a conformar las cooperativas mineras. En su imaginario, era de mayor status social ser minero que ser campesino.
Algunas ciudades sufrieron una explosión demográfica para la cual no estaban preparadas; ya que carecían de planificación, infraestructura y recursos financieros y económicos para asimilar la ola humana que llegaba.
El campo se vació. Los cooperativistas nacieron sin conocimiento previo de lo que era el cooperativismo y de lo que era la minería.
Yo presencié estos fenómenos sociales. Puedo testificar sobre todo lo que vi, aprendí, viví y compartí con la gente en Llallagua, Uncía, Miraflores, Siglo XX, Cancañiri y Catavi.
Por mucho tiempo negué ciertos recuerdos, de aquellos años de intenso aprendizaje, quizás, porque podían pasar el límite entre la cordura y la locura. Tengo muchas cosas en el enmarañado de mi mente, pero no soy obsesiva. De modo que hoy, tan distante de todo; envejecida por el paso de mi vida por el tiempo; decidí contar una conversación extraña que tuve en aquellos años, nada más y nada menos que con el Tío de la Mina.
Yo vivía en Catavi, en la casa Tipo-F número 12. En la vera del pórtico de la casa había un hermoso sauce llorón, que farfullaba con el viento de agosto. Una noche, por el viento fuerte, se cortó la luz. Me senté en la sala que tenía una ventana de vidrio en la pared lateral y vidrios en la mitad de la puerta de ingreso.
La luz de la luna me permitía ver sombras a través de los vidrios. Estuve distraída, absorta en mis pensamientos, cuando sentí que una mirada desde la puerta, pesaba sobre mí. Me estremecí, pero, miré fijamente hacia la puerta. Había una sombra. No muy alta. Ni muy corpulenta. Sin moverme pregunté:
–¿Quien está ahí? –tardó un instante, que más parecía una eternidad, en contestarme. Tenía una voz suave y agradable y contestó:
–Vengo en son de paz. Vivo al frente. ¿Puedo pasar? – pensé que sea lo que Dios quiera.
No tuve tiempo de contestar nada y la sombra pasó por la puerta cerrada. Ya estaba adentro de la sala antes de que yo pudiera pronunciar palabra. El miedo corrió por mis venas. Temblé desde el tuétano hasta el alma. Enmudecida pensé, en quien podría pasar por la puerta cerrada, tenía que tratarse de algo sobrenatural. En aquél momento, pensé en Dios, en mí, en él que había traspasado la puerta, en Dios otra vez…
De pronto recuperé el aire y sentí que mi alma regresaba al cuerpo. Repetí en mi mente que estaba todo bien… Entonces escuché la voz suave y agradable decirme:
–Sí. Está todo bien. Vengo en intención de paz y prosperidad.
Era extraño que estuviera allí hablando de paz, pero había traspasado la puerta cerrada. Para mí él era un misterio. El misterio suele robar la paz, porque el misterio está poblado de preguntas y supuestas respuestas. El misterio inquieta. Además, el misterio tiene tiempo y nosotros, por el contrario, tenemos prisa.
Es complicado eso de ser humanos. Somos un cúmulo de preguntas. Tenemos miedo y vergüenza de dar respuestas, no expresamos todas las preguntas, entonces nos transformamos en un gran silencio o en un cúmulo de preguntas y respuestas no pronunciadas. Construimos otro mundo en nuestro interior y vivimos y morimos con nuestro otro yo bajo nuestra superficie.
–¿Qué quieres preguntarme? No tengas miedo, dijo interrumpiendo mi silencio. Interrumpiendo su silencio, también. Su voz calmada me agradaba. Lo que no me gustaba es que me hubiese sorprendido. Desde niña, no me gustan las sorpresas.
–Definitivamente no eres ningún vecino del frente. ¿Dónde vives?
–Justo al frente detrás de la fila de casas geminadas. En el cerro que vislumbras desde tu puerta.
–No hay casas en el cerro, estoy muy segura.
–No todo lo que existe se ve en la superficie. Tu misma ocultas otro mundo debajo de tu mente. Todos tenemos mundos subterráneos en nuestro interior. La tierra y los cerros también los tienen. Por adentro los cerros son muy distintos y mismo los que adentran no perciben todo lo que hay.
–¿Me estás diciendo que vives en el interior de la montaña? ¡Yo creo en Dios!
–Yo soy una especie de Dios.
–¿Qué especie?
–El que ya estaba ahí antes de la colonia. El que no fue del todo comprendido por los pueblos originarios y menos aún por los colonizadores.
–Pero, dicen que eres el diab…
–No pronuncies eso. No es así. Son representaciones, fruto de la amalgama cultural que ocurrió en éste lugar. Eran las experiencias de los que vivían aquí, mezcladas con la interpretación maliciosa de los que llegaron.
–¿Pero, la imagen que hay en el interior de la mina?
–Es la representación del miedo de quienes la crearon. El miedo a entrar en las entrañas de la tierra y tal vez no salir. Tantos miedos acumulados en cada hombre… El miedo es la expresión más auténtica del alma humana.
–¿Me dices que no eres tú, que la imagen es la representación del miedo de quienes la crearon y la llaman con tu nombre?
–De cualquier modo, no está hecho a mi imagen o semejanza. Cada uno cree en lo que necesita creer. Y materializa la fuente de su creencia, según los sentimientos más fuertes que se apoderan de su espíritu o de su mente. El mundo en que ustedes viven está lleno de simbolismo e imaginación. Es el anhelo, de los que entran a trabajar en las entrañas de la montaña, de reflejar un mundo totalmente ignoto.
–Por eso hablas de miedo. Pero los mineros te rinden culto y pleitesía.
–Por lo mismo. Son las costumbres superando la razón. Es el dualismo que acompaña al ser humano; el dualismo que separa lo visible de lo invisible; el dualismo que crea los mitos ante la falta de entendimiento de ciertos fenómenos naturales. Es el dualismo humano que necesita concretizar lo abstracto para poder entenderlo. Es el hombre en acción en el mundo.
–¿Pero, recibes ofrendas de sangre?
–Cada uno da lo que tiene. Yo no pido nada. ¿El Dios en que tú crees te pide algo?
–¡No!
–¿Entonces? ¿Logras entender que soy un ser de paz y prosperidad?
–Lógico. ¿Pero, qué pasó?
–Unos empezaron a realizar ofrendas cíclicamente y los que vinieron después lo hicieron a diario. Hay otros que ofrecen hojas de coca cada vez que pasan por la imagen que construyeron para representarme. Es muy humano, es la manera de depositar sus temores y esperanzas en otras manos en el intento de lograr sus objetivos inmediatos, sin ser totalmente responsables por aquellas cosas que no ocurren como esperaban.
–¿Y las cosas que cuentan de ti y de la mina?
–Son la expresión rica en simbolismo e imaginación de un ser ontológico generado en un mundo empírico impregnado de ambivalencia. Son cuentos. Son la expresión de sentimientos muy internos saliendo a la superficie como si ocurrieran afuera. Es el luzco fusco de la mente humana.
–Pero, los mineros cuentan que cuando no te ofrecen nada, ellos mueren, se accidentan o mínimamente desaparece la veta.
–Ellos trabajan en condiciones lamentables, donde sus vidas están constantemente expuestas a grandes riesgos; entonces atribuyen sus infortunios a esa imagen, que piensan que me representa, y a la falta de ofrenda o seriedad en hacerla. ¿Entiendes que yo no inventé el diezmo?
–Empiezo a entender muchas cosas…
–La imaginación está muy unida al desconocido y ella invoca constantemente la posibilidad del bien y del mal; dependiendo de las costumbres de cada individuo, la imaginación libera una fuerza más intensa en la extraordinaria unidad de la vida y la experiencia.
Dijo eso y estuvimos en silencio por un breve momento. Yo pensé que debería invitarlo a sentarse. También pensé en cómo debía referirme a él. Instantáneamente vino la respuesta de parte de él:
–Llámame Tío de la Mina. No deseo sentarme, estoy muy cómodo; además, estoy de salida; ¿si me permites volveré en otra ocasión?
–Ciertamente que me gustaría conversar mucho más. Si puedes regresar, para mí será un honor Tío de la Mina.
En un movimiento de retro, él salió de espaldas por la puerta cerrada. El día que regresó, atravesando la puerta cerrada otra vez, había electricidad. Pero fue otra conversación. En verdad, fueron muchas conversaciones, todas muy esclarecedoras, por cierto. Además, una más interesante que la otra…
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(*) La autora es licenciada en Filosofía, gestora cultural, escritora, poeta y crítica literaria. Columnista en la Revista Inmediaciones (La Paz, Bolivia) y en periodismo binacional Exilio, México.
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