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Es extraño, que a veces, uno quiera volver a esos raros lugares, que nos marcaron en la temprana adolescencia; quise regresar a uno de esos lugares a los que llegué por vez primera, sobre las maravillosas alas de los pájaros de letras.
Después, de mucha duda, resolví volver y antes de ayer, lunes, llegué en tren al pueblo que había dejado hace ya cuarenta años. Lo primero que me sorprendió fue el edificio de la estación que está casi abandonado, como casi toda la ciudad, que viene sufriendo una desbandada de la población que, inmigra a cada jueves a la salida del tren semanal.
Antes era todo tan bonito, con un brillo que despertaba una sonrisa a propios y extraños. Y ahora el gris opaca los días. Las casas vetustas ya no ostentan jardines floridos, apenas conservan arboles hirsutos y enredaderas que se doblan por el peso de las ramas abandonadas por los jardineros que volaron, como golondrinas, a cuidar otras flores lejanas.
Los campos casi sin producción y la ciudad sin trabajo. La gente viviendo mal, casi todos comerciantes informales, todos hirviendo en su propio zumo: vendiendo algo uno para el otro, haciendo cosas muy básicas, arreglando alguna cosa vieja… En fin, desesperanza. Todos preocupados. Difícilmente expresan una sonrisa.
Después de acomodarme en un hotel, tomé una ducha y salí a pasear por las calles silenciosas, escoltada por una llovizna fría, que más recordaba lagrimas que a lluvia.
Mis pasos me llevaron hasta un edificio abandonado, que anteriormente fue un centro comercial y tenía un enorme restaurante en el segundo piso. Ahora la terraza inerme espera que el tiempo la derribe. Ni los borrachos andan por esos lugares. Creo que ya no quedan borrachos en la ciudad. Es cierto, los ebrios se fueron junto con los locos, las prostitutas y fumadores de hierbas… Se quedaron los angelitos de bronce en las fuentes de los parques de la ciudad: como una pequeña alegría transparente en el paisaje abandonado.
Los letreros ahora, son como luciérnagas muertas, que ya no iluminan la noche. El vacío es grande y duele… Se extraña los automóviles y el ruido que se confunde con muchos aromas y hace que una ciudad sea llamada ciudad.
Pensé en una cena espartana y compré un pan y un pedazo de queso para comer en el hotel, acompañado de una manzana; creí que era mejor resguardarme temprano, porque cuando el bosque está en silencio, el zorro está despierto.
La nostalgia, mezclada con la decepción, trajeron un sueño ligero que insistía en comprender lo que lleva a la gente a dejar sus tierras, sus casas y cargar sus sueños a la espalda y cruzar las fronteras de la patria, del idioma, de las costumbres… para empezar otra vez.
Al día siguiente seguí caminando, tal vez, en busca de sobrevivientes en la ciudad que otrora fue tan exuberante y me sorprendió ver que algunas familias todavía viven en el lugar, cuarenta años después que me enteré de su existencia; en aquél entonces, toda la ciudad estaba alumbrada por el progreso en todos los niveles. No había espacio en las aceras, estadios, parques, restaurantes y otros. Y ahora la ciudad agoniza.
El color del cerro permanece igual, empero, ni el aire, ni cosa alguna es igual. La belleza se agota a cada instante, es una triste señal de que el lugar está en un camino de abandono imparable. Es muy extraño, que a veces, uno quiera volver a esos lugares, que nos marcaron en la temprana adolescencia; esos lugares a los que llegué por vez primera, sobre las maravillosas alas de los pájaros de letras.
Hoy es miércoles, el tren solo sale los días jueves y no podré soportar otro día y noche vaciados de belleza, en una ciudad que camina a pasos largos hacia la ruina… Lo mejor es cerrar este libro, ahora.
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(*) Licenciada en Filosofía, gestora cultural, escritora, poeta y crítica literaria. Columnista en la Revista Inmediaciones (La Paz, Bolivia) y en periodismo binacional Exilio, México.
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