Dedicado a mi madre Enriqueta (Por Fidelgando)
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CDMX/ El Rosario (15/07/18). En la última década y media, después de vivir profundas emociones imborrables, riesgosos asaltos, pérdidas familiares y sobre todo un entorno económico adverso que marginó mi resiliencia y esfuerzo, incluido telúricos seísmos en la ciudad.
En conjunto, tal dinámica modificó el aliento de mis pasos, al grado de vivir en ansiedad constante, al filo de la navaja, donde inseguridad laboral e incertidumbre, aún laceran mi condición humana.
Por otro lado, cuando estoy en medio de una quietud, siento –clarito- que tiembla, no sé qué me pasa, la nitidez e intensidad va creciendo sobre todo después del último terremoto (19-S). Luego, al escuchar llamadas telefónicas presiento voces de malagüero, otra vez el suspenso, me ahoga y me llama en primera persona. No importa, me acostumbré a su compañía, continúo.
Así transito mi cotidianidad en alterado estado de conciencia con la sensación de estar sin aire, de marchar suspendido, cabizbajo, melancólico, sobre vidrios. En constante peligro, sensación que a veces me detiene a suspirar por mejores esperanzas.
Sin embargo -aclaro- no pretendo causar compasión, ni solicitar ayuda o comprensión, es tarde y los lapsos inexorables. Hace tiempo asumí las consecuencias, aunque entre paréntesis de vez, en vez me aflige haber fallado los deseos de tranquilidad económica de mi madre y del primer círculo. La congruencia y transparencia de ideales –vaya, que a veces- cobra facturas.
En retrospectiva mis padres, ambos adultos mayores, nacieron y sobrevivieron como niños en contextos de extrema pobreza. Hijos de la postguerra (donde infantes de 15 adquirían responsabilidades de adultos y familiares), padecieron también marginalidad, convulsiones sociales, golpes de estado y como gran parte de contemporáneos tuvieron que emigrar, luego caminar trashumantes y obsesivos tras lejanos horizontes, siempre vislumbrando días mejores.
A pesar de las ásperas circunstancias y cicatrices, ellos atravesaron pueblos, arenales, cordilleras, selvas, fronteras y al final se establecieron. Allí, criaron a su prole y permanecieron trabajando y forjando sueños década tras década.
En la actualidad, conforme pasan los años -con apego maternal y respeto- entiendo más a mi madre. Mujer determinante en mi identidad. Proactiva de amor duro, agudo, a veces incomprendido, pero protector, certero, consistente y autónomo que alcanza incluso a otras generaciones de descendencia. Me descubro repitiendo sus frases prácticas (“Debes estar de vuelta, mientras están de ida”), además de enseñanzas con solo la actitud y mirada. Mujer de poco sonreír, de palabras sencillas, lecciones recias, de certidumbre y fortaleza que siempre se autoerigió -asimismo- estoica, fuerte, digna y perseverante. Su observación periférica e intuición eran exactas, la mayoría de las veces nos sorprendía a todos.
Siempre, le agradezco lo que me enseñó y continúa haciéndolo, por la intensa conexión que nos une y por la sensibilidad inclusiva. Cuando rememoro delicados y trágicos momentos donde coincidimos, se me hinchan las venas y humedecen los ojos. El pálpito del momento me devuelve de golpe a su historia, a la de su generación, a la de millones, a la mía.
Desnudo el alma ahora que puedo, porque cuando le ocurra algo, sé que no podré escribir, estaré con las manos del espíritu amputadas o como dice una vieja canción “me internaré, a los bosques a echar mis penas llorando”. Mientras vivo la plenitud de su amor hasta que los ciclos poderosos e inclementes, se nos cierren.
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