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La sociedad nos enseña que nuestro éxito y felicidad como individuos depende de cómo somos vistos por los demás y con base en ello se nos da un valor. Ocupamos así nuestro lugar en una jerarquía que determina el grupo dominante de la sociedad, de tal manera que cuando un individuo se encuentra a sí mismo en un lugar desfavorecido de esta jerarquía, enfrenta dos opciones: cambiar los elementos que lo colocaron en esa posición (de desventaja) o aceptar su lugar como rezagado del sistema.
Al tratar de cambiarlo, va a tener que abandonar aquello que lo hace ser quien es, puesto que eso fue lo que lo que lo colocó en ese lugar de desventaja. Por eso no podemos culpar a un individuo de querer cambiar su realidad, y en ese esfuerzo, terminar abandonando su tierra, su gente, su cultura, su lengua, su vestimenta, hasta su color de piel y su nombre.
Si, en cambio, este individuo acepta su posición dentro del sistema que es definido por el grupo dominante, se condena a sí mismo a aceptar una vida de carencia y desventaja en donde lo normal es que sea éste el inculto (por no saber leer ni escribir la lengua del grupo dominante), el que no come, el que vive sin servicios básicos, el que tiene que esforzarse por conseguir agua potable, el que proviene de una cultura diferente, el que debe pedir limosna o dedicarse a un oficio que le remunerará muy poco, el que no tiene acceso a servicios de salud dignos, el que tiene que hacer esfuerzos sobrehumanos para sobrevivir.
Mientras sigamos aceptando inconscientemente el poder normalizador del sistema, vamos a seguir perpetuando el poder que ejercen los grupos dominantes.
En Latinoamérica, y México específicamente, hay que saber diferenciar en este tema, entre el sincretismo que dio lugar a una nueva cultura (la mexicana) y las culturas de los pueblos originarios. En ambos casos hay una gran riqueza, cada pueblo y cada cultura definen lo que es propio de cada individuo. Sin embargo, hay un elemento que parece venir de fuera, que no pertenece y, sin embargo, hoy estamos dejando que invada nuestros espacios y defina la identidad como si tuviera que ser ésta una sola, y no las cientos y miles de identidades que corresponden de acuerdo a la cultura en la que nacemos.
En este sistema dominante la jerarquía se define por el lugar que ocupa un individuo en la sociedad con relación al poder, y eso a la vez moldea la identidad, que se define por las características propias del individuo y su contexto. Por lo cual las personas que nacen con una identidad (cultura y características) bien definida, están haciendo lo posible por cambiarla, porque así tienen la posibilidad (de acuerdo a la fuerza normalizadora del grupo dominante) de escalar en la jerarquía.
Sabemos que esto no es así, y que hay una fuerza opresora que hace creer a los individuos de grupos no dominantes a través de lo que llega del exterior por los medios (publicidad, modelos de revistas, la idea de un estilo de vida superior, consumismo indiscriminado, etc.) lo que a fuerza de repetición está todos los días permeando (más aún con la tecnología tan accesible: en comunidades rurales pueden no tener agua pero casi siempre hay una televisión) y se perpetua como fuerza normalizadora.
En todo México podemos encontrar comunidades de pueblos originarios que aún logran conservar su cultura, sin embargo, están en riesgo por esta fuerza normalizadora que ha permeado en los más jóvenes. Hoy vemos que los más pequeños pueden entender su lengua madre porque así se comunican con sus padres y abuelos, pero ya no la hablan entre ellos y tampoco les interesa conservarla. Sus vestimentas ya no son las típicas, quieren verse como parte de la urbe y no como ese grupo “diferente a lo normal”. Su sueño es dejar su comunidad para vivir en la ciudad y comprar un auto. Quieren alejarse tanto como sea posible de aquello que les da identidad, lo hacen porque han aprendido a fuerza de discriminación y rezago, que ese es el ideal para “salir adelante”, quieren formar parte de ese sistema que los castiga por su origen.
Hoy tenemos una gran oportunidad de detener este genocidio identitario, y estamos en el momento crucial para poder hacerlo. En México estamos viendo a la última generación poseedora de estas múltiples culturas, que tiene en sus manos el poder de conservarlas o dejarlas morir. Es el último bastión de identidades que han sobrevivido guerras y conquistas. Si perdemos estas culturas, México perderá una parte invaluable de su riqueza.
Si desde afuera los medios bombardean a los niños y jóvenes con mensajes que ensalzan el privilegio y el estilo de vida del grupo dominante, nosotros tenemos la responsabilidad (y principalmente los educadores) de empoderarlos y darles las herramientas para que ellos, no sólo puedan desarrollarse sin abandonar su identidad, sino que puedan exaltarla y hacerla valer ante el grupo dominante.
(*) Comunicadora Social (UNITEC)
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