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Antonio Gramsci definió a los intelectuales como los responsables de producir y transmitir el conocimiento; aquellos cuyo pensamiento se viste socialmente de cierto peso. Y tienen una función social: asegurar la reproducción de un modo de ver el mundo y de organizar la vida en función de esa cosmovisión. Los intelectuales que mantienen una relación fundamental y estructural (no meramente fortuita, secundaria o contingente) con una clase (o grupo o partido) son llamados intelectuales orgánicos.
Los intelectuales orgánicos al servicio de las élites dominantes, del poder establecido, construyen y difunden una visión del mundo que equipare los intereses del grupo dominante con los de toda la sociedad. A través del aparato de educación y de los medios (oficiales) de comunicación difunden esas concepciones y de ese modo posibilitan el funcionamiento del sistema. Son constructores y organizadores de la persuasión y el consenso social y, por tanto, participan activamente en la vida pública, lo que no excluye competencias entre ellos. Cumplen otra función: descalificar aquellas interpretaciones contrarias a la dominante y, en caso extremo, legitimar el uso de la violencia del Estado para asegurar el orden social.
México los ha padecido: de los científicos y el Grupo Hiperión hasta los grupos Nexos y Vuelta-Letras Libres, los intelectuales orgánicos aparecen como los más numerosos e influyentes (porque así los presentan los medios masivos de comunicación, la propaganda, los premios y honores, canonjías y recursos). Desde su tribuna descalifican y calumnian al movimiento social y a los opositores, justifican y aplauden las acciones del gobierno en turno y presentan al régimen como necesario.
De ahí la oportunidad de Dos revolucionarios a la sombra de Madero, de Beatriz Gutiérrez Müller: nos recuerda que la mayor parte de los intelectuales de prestigio, los periodistas más leídos, los que recibían los premios en el México de principios del siglo XX, fueron mortales enemigos del gobierno democrático de Francisco I. Madero.
Beatriz lo dice mejor: durante la campaña de Madero, los hombres de letras, periodistas a veces, escritores o artistas y pensadores en general, lo ignoraron, pues preferían y prefirieron acomodarse al sistema del que recibían satisfactorios beneficios. Y cuando se presentan las listas y los perfiles, uno tiene que coincidir que periodistas como Filomeno Mata y Paulino Martínez eran minoría; que pensadores como José Vasconcelos y Luis Cabrera apenas empezaban a publicar su obra.
Pero Beatriz también nos recuerda que los grupos subalternos, los rebeldes, también tienen sus intelectuales orgánicos, muchas veces condenados al ostracismo o al olvido. Y además de recordárnoslo, rescata de ese olvido injusto a dos enormes poetas románticos. Las vidas paralelas de Solón Argüello y Rogelio Fernández Güell, centroamericanos a los que la vida y el arte trajeron a tierras mexicanas, y a quienes sedujo la figura de Madero.
Siguiendo sus pasos, Beatriz nos cuenta las vicisitudes del pequeño grupo de intelectuales que apoyaron al gobierno de Madero: periodistas a contracorriente de una prensa ferozmente antigobiernista, que extrañaba los jugosos emolumentos que antes recibía del régimen y que Madero les había retirado (como al embajador de Estados Unidos, clave en la conjura que acabó con aquel experimento democrático); escritores de escasa fama que veían cómo los de prestigio se ponían al servicio de la oposición oligárquica o miraban al país desde el olímpico desdén de un acomodado exilio. Y finalmente, tras la orgía de sangre de febrero de 1913 (Beatriz recoge los nombres de los asesinados que lo tienen; hace unos años Ariel Rodríguez Kuri intentó calcular el ingente número de maderistas anónimos asesinados por el gobierno golpista), la cárcel, la persecución, el exilio… o la revolución. Las vidas paralelas de Argüello y Fernández Güell emulan la de Madero incluso en el martirio.
El de Beatriz es más que un libro de historia: es una obra de análisis literario y sobre todo, es un texto de poesía y compromiso, de aquella poesía inspiradora y militante, cuyo rescate y análisis muestra la vena literaria que ya le conocemos a Beatriz de libros anteriores y que obliga a la lectura pausada, melancólica, café en mano, para recordar que no todos los poetas sirven al régimen o adoptan posiciones de estudiada neutralidad: los mejores, los más apasionados, luchan del lado del pueblo.
FUENTE: http://www.jornada.unam.mx/2016/12/13/opinion/017a2pol
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