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La cantina en manos del borracho. ¿O cómo entender que la Comisión de Anticorrupción en el Senado la presida el Verde Ecologista, el partido sinónimo de la deshonestidad? ¿O que el supuesto zar anticorrupción en la administración pública, Virgilio Andrade, sea amigo y subordinado de los ministros a los que debe investigar?
A pesar del clamor unánime en contra de la corrupción (las encuestas señalan que es el problema que más preocupa a los mexicanos en este momento), no resulta fácil comenzar a desmontarla si consideramos que algunos de los grandes beneficiados por ella, los senadores y los diputados, son los responsables de dictar las leyes y normas para combatirla.
No digo que todos los legisladores sean unos ladrones. Pero, como todos sabemos, bastan algunos pocos en posiciones claves para postergar, deslactosar o, de plano, dinamitar el proyecto de ley anticorrupción que se encuentra en las cámaras. Y, por lo demás, justos o pecadores, lo cierto es que se trata de un gremio que se ha despachado con la cuchara grande a la hora de asignarse recursos o extender en su beneficio el manto de la opacidad.
Más de 600 mil ciudadanos firmaron la iniciativa de 3 de 3 para convertir en Ley la presentación de las declaraciones patrimonial, de intereses y fiscal de los políticos y para exigir transparencia en la administración pública. El PRI y el Partido Verde están haciendo lo imposible para sabotear la Ley, o al menos para quitarle las aristas más comprometedoras para los suyos.
Emilio Gamboa, coordinador de los diputados priistas, ha cuestionado duramente la pretensión de ofrecer incentivos a aquellos dispuestos a denunciar actos de corrupción. Le parece que eso desencadenaría una “cacería de brujas”, a pesar de que tales incentivos sólo serían otorgados en aquellos casos en que, en efecto, pueda comprobarse la corrupción. Su indignación no es fingida: como tantos otros políticos, hace mucho que Gamboa olvidó que los recursos que ellos manejan y las decisiones que adoptan pertenecen a la esfera pública. Por alguna distorsión profesional, los políticos están convencidos de que la cosa pública es un patrimonio gremial.
Y en el fondo el problema no es ese, sino en el hecho de que ahora sean ellos en quienes recae la decisión para definir los alcances de las leyes diseñadas para amarrarles las manos o castigar sus excesos. Una más de las crueles ironías de la vida política.
Ciertamente el PRI y el PVEM han sido los más reacios, pero no han sido los únicos. La lucha por la transparencia ha sido un pulso constante entre la sociedad civil y la clase política. Es decir, contra la clase política. Sólo recientemente algunos miembros de los otros partidos han comenzado a defender estos esfuerzos. Bienvenido su apoyo, aun cuando muchos sospechamos que tiene que ver más con el interés electoral que con su probidad moral.
Y justamente este es el ángulo esperanzador. La presión pública produce efectos. El borracho a cargo del bar puede ser un bebedor irresponsable pero en última instancia tiene que asegurarse de que el negocio siga funcionando si quiere seguir bebiendo. La indignación contra la corrupción es tal, que los políticos no pueden darse el lujo de que algún partido rival o un candidato independiente se presente en las siguientes elecciones y los quite de la silla gracias a un discurso a favor de la honestidad y la transparencia.
Por más que afecte su bolsillo o implique riesgos jurídicos, los que detentan el poder no pueden cerrarse totalmente a una exigencia masiva. Harán como que hacen, intentarán dar atole con el dedo y se presentarán como paladines de la honestidad (mientras ruegan en silencio que nadie descubra sus cuentas offshore o la identidad de sus prestanombres).
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Fuente: http://www.sinembargo.mx/opinion/24-04-2016/48292
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